domingo, 27 de febrero de 2011

NACIMIENTO DE MARCELA










       Alberto Ramiro Pérez Yáñez

 

 

     Los golpecitos dados al vidrio de la ventana de la casa de mis padres  me despertaron muy temprano. A medio vestir fui a abrir la puerta.

- La Inesita está en la maternidad- me anunció un pequeño niño que luego de darme la noticia, se alejó corriendo dejándome con la cabeza llena de preguntas.

     Era el 9 de marzo de 1966. En tres días más yo cumpliría 19 años de edad. Hacían ya casi dos años que frecuentaba a  Inés, mi joven enamorada que en esos momentos daría a luz al fruto de nuestro amor. 

     En realidad no habíamos preparado nada. En el último tiempo, nuestra relación adquirió carácter de clandestinidad dado que mis padres me habían prohibido verla. Los argumentos no dejaban de ser contundentes, pero nuestra razón era demasiado poderosa. A ésto se sumaba la obsoluta inexperiencia mía en asuntos tan de gente mayor…
-No quiero que andes con una mujer que es separada y que ya tiene un hijo- me decía mi madre-.
En efecto, Inés había estado ya casada y tenía un niño de su primera unión. A mi no me importaba mucho o casi nada. El amor es ciego, eso se sabe.

     Probablemente sin evaluar conscientemente la gravedad de la situación, me fui a la maternidad del Hospital San Borja que en esos años estaba situado en la Alameda de las Delicias.
-Si señor, su señora dio a luz esta mañana y esta tarde la podrá ver si el médico lo permite- me anunció la recepcionista.
-Gra… gracias-, respondí como en las nubes y salí del hospital.
Ya afuera me di cuenta que algo me faltaba en la información que se me dio.
Volví al interior y pregunté un poco compungido.
-¿Y que fue?-
-Ah, si, tuvo una niñita-
-Una niñita, pensé. Una niñita… la palabra me resonaba como a algo tan grande como una montaña.
-¿Y ahora que hay que hacer?- me pregunté.
No tenía dinero y nada podía consultarle a mi madre por las razones ya conocidas.

     Al llegar a casa y al momento de enfrentar a mi madre, percibí que ya estaba al corriente. Me miró con aire consternado sin decir palabra y continuó sus quehaceres de ama de casa.
Me fui donde un amigo que las oficiaba de prestamista y accedió a facilitarme dinero para los gastos de maternidad.

     Al volver nuevamente a casa, vi a mi abuelo Misael el cuál rarísima vez venía a Santiago porque no le agradaba dejar en el campo sus sembrados abandonados y además porque en la gran ciudad se sentía como bastante fuera de lugar. La gente no usaba ojotas y a él le molestaban los zapatos porque le encerraban los pies. Fue él, quién advirtió a mi madre con la noticia del nacimiento de mi hija. El abuelo vino a Santiago a ver a Inés para que le comprara un radio transistor en la tienda en la cuál ella trabajaba y se dirigió a su casa. En vez de encontrar a Inés se encontró con la madre de ella y fue recibido de bastante mala manera.
-Su nieto dejó a mi hija  con un hijo!- fue lo menos que  le escuchó. El abuelo regresó a casa de su hija Juana con una leve sonrisa en sus labios. Quizás porque el hecho de ser bisabuelo por primera vez le hacía una cierta gracia.

     ¡Hola abuela! saludó a su hija Juana sin dar mayores explicaciones. Mi madre no comprendió inmediatamente el significado de tan original saludo sino sólo cuando me vio retornar a casa con cara de circunstancias después de haber visto al prestamista.

     Nadie me dijo ni me reprochó nada. Sólo mi viejo y noble abuelo se me acercó y me dijo.
-Ramiro, si necesitas una casa donde llegar, te puedes venir a mi casa en Batuco. Ahí está mi Rungue para que cuide a la Inesita- Me dijo con gesto seguro y afable, como si fuera la cosa más natural del mundo al darse cuenta de mi desesperación. Me pregunto que hubiera hecho yo, si la Providencia no hubiese puesto a mi querido abuelo en mi camino, en tan crucial momento.

     Mis abuelos le tenían mucho cariño a Inés y eso porque ellos me prodigaban un gran aprecio y todo lo que me concerniera me lo aceptaban. No por nada había vivido en su compañía un par de años en la cordillera de Los Andes, como si hubiese sido su hijo.
 Al día siguiente fui a ver a Inés y la habían trasladado a otro lugar dependiente del hospital.

     Me pareció que era una cárcel. No dejaban ver a nadie. No recibían recados y para colmo, me pasaron una cuenta enorme.  Al pedir detalles por el precio, una enfermera que se creía dueña del establecimiento, me regañó diciéndome una frase que  recordaría siempre: -los niños cuestan caro señor…-
     A nuestra hija la dejaron en la incubadora porque el parto fue bastante dificultoso. Tampoco me permitieron verla. Todo estaba prohibido y como me veían tan joven, poco caso se me hacía.

Inés estaba muy delgada y pálida, con ojeras y verdaderamente agotada. En ese estado la dieron de alta un par de días después. La llevé en un taxi a la estación Mapocho para irnos a Batuco. Hubo que esperar la partida del tren y dado que Inés casi no podía andar, la dejé sentada en un banco de  plaza y acudí a comprarle medicamentos a una farmacia. Cuando volví junto a ella la encontré casi desmayada. Como pude la llevé al tren y a cada barquinazo del vagón ella se quejaba de dolor. Era mediodía y el cielo estaba nublado ese abochornado mes de marzo de 1966.

     Y a mi hija aún no la había visto.

     La estación de Batuco, a unos treinta kilómetros al norte de Santiago, era en ese tiempo muy parecida a las estaciones de trenes de las películas del oeste norteamericano que se veían en el cine. Polvorienta, solitaria y silenciosa. Traté de encontrar un taxi para cubrir los tres kilómetros que me separaban de la casita de los abuelos. No había nada. Los taxis ahí no existían. No había un alma en los alrededores. Entré en una taberna que ya conocía y pedí una bebida para Inés. En realidad era más para que ella descansara mientras encontraba un medio de transporte. Lo único que encontré fue una vieja camioneta que estaba completamente cargada con frutas. Me acerqué al dueño del vehículo y expliqué mi problema.
-Pero no puedo amigo, porque la camioneta está cargada con sandías y con los hoyos que hay para allá donde vive su abuelo, se me van a caer y se van a romper- me dijo ya volviendo sobre sus talones dando por terminada la conversación.
-Yo se la descargo y después se la cargo de nuevo!- le propuse.

El hombre debe haber visto mi desesperación porque aceptó y me ayudó a descargar las sandías.
Una vez que el camioncito fue vaciado, fui a buscar a Inés que estaba todavía en la taberna, entregada su suerte a lo que yo pudiera hacer. En mis brazos la llevé a instalarla en el asiento trasero del vehículo. En realidad el chofer tuvo razón en descargar su máquina, porque el zangoloteo era para marear a cualquiera. A cada salto que dábamos Inés se quejaba de dolor y esos tres kilómetros me parecieron interminables. Llegamos a casa y salió a recibirnos mi abuela. Al ver su estampa de mujer campesina acostumbrada a la vida dura que me observaba con una mirada entre enternecida, reprobatoria y solidaria, sentí un flujo de llanto incontrolable que descargó toda la tensión acumulada. Hacía mucho tiempo que no me sentía en un ambiente seguro y eso me hizo sentir muy bien.

     Acompañé de regreso al sandillero y cumplí con mi promesa de volver a cargarle sus melones.
Mi abuela se ocupó de todo y yo le colaboré con los gastos que nuestra estadía produjo en su magro presupuesto. Vivían en una casa de madera, que les fue construida por la municipalidad después que su antigua casita de adobes se les derrumbó completamente durante uno de los terribles terremotos que suelen acaecer en el suelo chileno.

     Pero mi tranquilidad no sería completa hasta que no tuviera a mi hija conmigo. Me la imaginaba solita allí en una incubadora en donde no estaba ni su madre ni su padre para darle el cariño que un niño necesita.
-¿Y cuál nombre le pondremos a la niña?
     Habíamos dispuesto que si era una niñita, su nombre sería Marcela. Era un nombre que en ese tiempo salía de lo común y nos gustaba a los dos.

     Algunos días después por fin me permitieron ir a recoger a mi hija y me acompañó mi amiga Mercedes, que era una mujer bastante fuerte y que tenía cara de matrona. Inés tenía a menudo algunos arranques de celos con esta amiga. Pero para mi era absolutamente impensable tener algún sentimiento otro que no fuera el de la amistad con ella. Inés era una mujer muy linda y yo estaba totalmente enamorado de la madre de Marcela.

     Al ver a mi hija me emocioné mucho. Tenía las pestañas crespas y estaba durmiendo  con los ojitos muy cerrados. A pesar de que en esos tiempos Inés estaba con el pelo bastante rubio, mi hija tenía el pelo negro. La tomé en mis brazos y le dije que yo era su papá y que la llevaba a ver a su madre, pero creo que no me dio mucha importancia porque ni siquiera abrió los ojos. Todos los padres del mundo tienen la idea que su hijo es lo mas bello que existe y yo no fui la excepción.

     En la estación Mapocho subí al tren un poco azorado porque era muy poco usual ver a un muchacho tan joven con un bebé en los brazos.
Llevaba a Marcela en con uno de esos típicos chales de guagua chilenos y le iba contando todo lo que había pasado durante su ausencia. Yo estaba seguro que ella me oía porque si bien es cierto que no me respondía, por lo menos ponía bastante atención.

     Al bajar del tren en Batuco ni siquiera se me ocurrió buscar al hombre de las sandias. La primera experiencia con él me dejó los brazos sumamente adoloridos y tenía pocas ganas de cargar y descargar melones, además que no podía dejar a Marcela sola en la taberna.

     Me fui con mi hijita en brazos por el polvoriento sendero que me llevaba a casa de Don Misa y su Rungue, los cuáles pronto conocerían su primera biznieta.
La abuela recibió con gran contento a nuestra hija y dispuso de inmediato una cuna de mimbre que el abuelo había hecho especialmente para ella. Don Misa no acostumbraba interesarse por los bebés pero cumplía su deber como siempre: silenciosa y eficazmente. Quizás sería porque tenía unas manos de fierro galvanizadas por las callosidades provocadas por el duro trabajo de la tierra y tendría temor de hacerle mal a la criatura.

     Doña Uba conocía todos los secretos a la usanza campesina en recibimiento de los recién nacidos y sus consejos nos fueron de gran utilidad. Era casi una costumbre que los abuelos fueran un gran apoyo para toda la familia que necesitaba que se le diera una mano.
Cada mañana me iba a Santiago a mi trabajo y por las tardes cuando volvía ya estaba oscuro y el trayecto a casa era acompañado por los agresivos ladridos de los perros de los campesinos, que durante el día se mantienen tranquilos, pero que en las noches, se vuelven salvajes y atacan todo lo que encuentran a su alcance. Sentía temor de ser mordido por una jauría y noté que los perros no se amedrentaban por los gritos que les lanzaba, pero si por la llamita de los fósforos que encendía para ahuyentarlos. Me compré un encendedor gigante con una llama enorme que me ayudó mucho para defenderme de los ataques del mejor amigo del hombre.

     A Inés la había conocido cuando todas las mañanas tomábamos el mismo bus para irnos a nuestras respectivas labores. Teníamos los mismos horarios matinales. Durante tres meses nos miramos si decir palabra. Una vez no la encontré en el paradero del bus. Noté ostensiblemente su ausencia y con tristeza pensé que quizás había cambiado de domicilio y probablemente no la vería nunca más. Pero a mitad de recorrido la vi subir al bus y nos encontramos frente a frente. No nos quedó otra posibilidad que la de hablarnos. Y así comenzó nuestra historia que habría de durar dos años y medio, con dos hijos a nuestro haber. Marcela y Albertito mi primer hijo hombre, el cuál falleció trágicamente a la edad de seis años, víctima de una meningitis.

     Un mes después de haber llegado a casa de mis abuelos y una vez que Inés y Marcelita ya estaban bien recuperadas, nos fuimos a vivir a casa de la madre de Inés, quién para variar tampoco nos recibió de muy buena gana. Un tiempo después, arrendé una casa en el mismo barrio de mis padres en donde el poco tiempo que vivimos, fuimos bastante felices, hasta nuestra ruptura en noviembre de 1968.

     Una de las más grandes penas de mi vida fue cuando me vi alejado de mis hijos. Cada vez que los veía era una inmensa alegría para mí, pero luego cuando debía ir a dejarlos a su casa, caía en penosos estados depresivos. Perder a sus hijos, sea cual el motivo, es un mal que no le deseo a nadie.

     Uno de los recuerdos más nítidos que tengo de mi hija Marcela, es cuando una vez la llevé a la costa y ella gritaba de miedo cada vez que me veía entrar al mar. Me sorprendió agradablemente el hecho de que alguien se preocupara por mi. Hay que decir también que el Océano Pacífico chileno, de pacífico no tiene nada. Es muy raro encontrar una playa con bandera verde autorizando la entrada a ese mar que tranquilo te baña…

     El nacimiento de Marcela fue para mí, el primer gran acontecimiento importante en mi vida. Espero beneficiar con ella nuestra memoria compartida al máximo posible.

     Hoy día, treinta y cuatro años más tarde, pienso que mi hija no sólo traía una marraqueta bajo el brazo. Con ella llegaron ya tres nietos y un cuarto en camino de su linda unión con Mario. Otros cuatro hijos iluminan mi existencia. Alejandro el bajista informático, Cristián el guitarrista electrónico, su esposa Carolita y su hija Céline, Camila la dulce y Nicolás el sabio.
Mi familia ha crecido extraordinariamente a través de este tiempo. Es la única fortuna que tengo y la más promisoria.
    
     Albertito estaría orgulloso de todos ellos.





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