domingo, 27 de febrero de 2011

EN LOS CALLEJONES ERA MÁS BARATO




                                                                                     Raúl Tapia Hernández





     Año 1954: la vida era dura. Jóvenes sin futuro, trabajadores explotados, sueldos bajos y sus hogares en conventillos, cités, poblaciones callampas, todo o casi todo muy similar a este milenio. Había una gran diferencia, no éramos tan pasivos ni consumistas; por supuesto no había TV.
      
     Éste era el ambiente donde se desarrolla la historia de este grupo de jóvenes.
Barrio Victoria, Nataniel, Pedro Lagos, Roberto Espinoza, sector de cités, conventillos y de casas en las cuales vivían de tres a cuatro familias, pequeñas fábricas de calzado, donde todo el trabajo era artesanal.
      
     Día lunes, ocho de la noche, esquina de Nataniel con Pedro Lagos, grupo de jóvenes de 17 a 20 años. La conversa versaba sobre el partido de fútbol del domingo. Todos eran jugadores del Deportivo Gabriela Mistral, club que fue echado a volar cuando todos eran niños. Ningún adulto, el mayor era el Jorge Órdenes, o el “Chuchata”. Hacía los partidos, se conseguía las camisetas, nos despertaba los domingos y hacía los equipos. Ustedes se preguntarán por el alias, bueno, era desbocado para hablar. Con necesidad o sin ella, le ponía su adjetivo a las frases o las personas. Lo curioso de todo era que el deporte favorito del Jorge era el box, pero como diría un entendido, no tenía dedos para el piano, porque las dos veces que peleó, besó la lona.
       
     La  familia del Jorge se componía de tres personas más, su hermano Óscar, que era diametralmente opuesto, las palabras groseras las tenía desterradas de sus labios, era alto, rubio, siempre bien presentado, las niñas lo encontraban buen mozo, pero como nada es perfecto, su coeficiente intelectual no era muy alto. Su pasión era ser arquero de un club profesional. Nunca lo logró. El padre de los Órdenes era carpintero, pero vivía en otro mundo, era alcohólico. Doña Clara fue la que sacó sus hijos adelante; hacía lavado y planchado, tendría cincuenta años, en su juventud tiene que haber sido hermosa. Ahora su rostro mostraba el sufrimiento y el cansancio de un siglo y la espalda, la curva de la artesa. Vivían en un conventillo llamado “La Paloma” en el cual vivían seis familias en igual cantidad de piezas. En invierno, la humedad se hacía eterna y en el verano, moscas y más moscas.
      
     El mayor del grupo era el Carlos Moreno, de 26 años. Lo llamaban el Huaso, sus raíces eran campesinas. Su familia: Rosa, su compañera, la hija de tres años, que llevaba el nombre de su madre. La señora Rosa daba pensión para ayudar a su compañero. Yo era un cliente. El Carlos me trataba como a un hermano, siempre decía: “Si no tenís plata, igual tenís que estar sentado a mi lado”. El Huaso trabajaba en una curtiembre ubicada en Ñuble con Nataniel. Siempre se quejaba del sueldo y del horario de 12 horas diarias. Y aquí es donde entra mi amigo Manay o Mario, como era su nombre, (lo de Manay, nunca supe su origen) era esmirriado de flaco, pero tenía una fuerza para exponer sus ideas y era claro. Cuando el Huaso empezaba a quejarse, le decía: “¡Qué reclaman los güeones si no tienen sindicato! Cada cual tira para su lado, parece que les gusta que los exploten, no tienen idea de leyes, después que se bajan los pantalones se quejan”. El Manay era militante del Partido Comunista. Como buen “rabanito”, como le decía el Abdón, siempre andaba a la caza de un nuevo militante, tenía una frase que lo retrata en toda su humanidad: “¡Cabritos, lean y escuchen, el saber no sobra!” (Ojalá el Manay esté vivo, creo que era de los imprescindibles, como escribía B. Brecht).
     
      Lo contrario del Mario era el Roberto Silva o “Cachito”: 1.75 de estatura, envasado en un terno vestón cruzado, una peinada a la gomina, zapatos lustrados y una labia que se la quisiera un che. Me olvidaba, unos lentes negros y como nadie es perfecto, era tuerto. Roberto era vendedor, todo lo que caía en sus manos era vendible. Creo que si alguien le propone vender la Virgen del cerro, la negocia y la vende. Éste vivía con su madre, hijo único; su padre se había echado el vuelo cuando tenía dos años. La señora Adela vivía para su hijo único, era modista, su clientela, como dicen los economistas, era A1, así que tenían un buen pasar.
      
     El Cachito era entonado y le gustaban los tangos y no era rogado, se sabía todos los discos de Alfredo de Angelis, cuando empezaba, no lo callaba ni su madre.
     Viernes, 8 de la noche: Nataniel – Pedro Lagos. La conversa versaba sobre el servicio militar de los Cortez. Sergio, el del medio, salía en la lista de los llamados.
     La discusión empezó cuando el Chuchata le dijo:
-         Serís gueón en lo que vai a perder el tiempo.-  Y ahí saltó el Cortez mayor:
-         Estai equivocado. Va a aprender a ser más responsable y más hombre.
El Manay, que estaba al acecho, dice:
-         No tenía idea que el Sergio era maricón. – Ahí no lo paró nadie, porque continuó:
-         Estai equivocado cabrito, para ser todo eso no es necesario que unos cabrones te den permiso hasta para ir a cagar. – Iba a seguir, cuando el Chuchata, con su lenguaje más florido, dijo:
-         Si los gueones volaran, Santiago pasaría nublado, así que veamos donde va a ser la despedida del futuro defensor de la patria.
El Abdón, que no había abierto la boca, musitó:
-         No sabía que hablaras tan de corrido. - Se escuchó un coro de risas y el ambiente se tranquilizó.
-         ¡Negro, te buscan en la puerta!
Abajo, la mamá del Cachito, con una cara de policía, lanza de sopetón la pregunta:
-         Negrito, ¿tú sabes donde se queda el Roberto todas las tardes? Cinco días que no llega a comer – Me mira como si sus ojos traspasaran mi mente. Aguantando su frialdad, le
contesto:
-         No tengo ni idea.
La señora Adela, no muy convencida, vuelve a su casa, mientras subo la escalera, pienso:
¿Dónde estará el gueón?
     Sábado 9 de la noche. Estaban todos menos el Roberto y el Óscar. Como siempre el Carlos Moreno era la alegría misma. Los Callejones y él tenían una atracción sin límite, bailaba, tomaba y era cargoso con las niñas.
     A las 10 partimos a pie para ahorrar locomoción. Caminamos en pequeños grupos, el nuestro lo integraban el Manay, Abdón, Peña chico y yo. La conversación era un almanaque desde fútbol hasta la nacionalización del cobre, que corrió por cuenta del Manay y terminaba ¿se imaginan? Más escuelas, hospitales, casas. El Abdón lo sacaba de su sueño. Le decía:
-         No soñís tanto, rabanito.

     El Peña chico no abría la boca, estaba nervioso, era debutante. Me imagino que pensaba que por ir a los Callejones estaba más cerca de ser adulto.
     Llegamos a nuestro destino. Los cuatro pasajes eran ver los paseos peatonales de hoy, todos con público vitrineando, cotizando precios y los vendedores de pan amasado, huevos duros, maní sandwiches de pernil y hasta el que vendía anillos de oro más falsos que Judas, le ponían fantasía al lugar.
     Después de recorrer los pasajes, llegamos donde doña Raquel. Ahí nos recibió un travesti que hacía de anfitrión, llemado Katy. Al entrar, pegó el clásico grito:
-         ¡Chiquillas, llegaron chiquillos!

     El salón era amplio, adornado con grandes espejos y una mala copia de un cuadro de Goya, “La maja desnuda”, unos grandes sillones y en uno de ellas estaba Cachito (Roberto) muy acaramelado con una niña. Le hago una seña de que se acerque, nos ubicamos en el rincón del salón.
-         ¿Qué pasó? –Pregunta.
-         Tu mamá anda preguntando por ti.
-         ¿Qué le dijiste?
-         Que no sabía.
-         ¿Estaba enojada?
-         ¡Claro!
Se acercó y me susurró:
-         Esta minita me espera todas las tardes con un bistec con huevo. Después nos acostamos y se me hace tarde. Poniendo una cara de decisión y con una voz más baja, dice:
-         Hoy es el último día de bistec con huevo y postre- y en su rostro se dibuja una sonrisa  maliciosa.
Por curiosidad, le pregunto.
-         ¿Y te da plata?
Enojado contesta:
-         ¡Esta niña no es guevona y yo no soy cafiche!

     En esos instantes, se escuchan los compases de un tango: “Fumando espero a la mujer que quiero”. El salón cobra vida, parecíamos lapas pegados a nuestras parejas. No había duda, éramos adictos al tango “Cuartito azul, fiel testigo de mi amor” letras de tangos que no pierden vigencia. ¿Quién no ha esperado o tenido un amor en un cuarto? Claro que no puede ser azul, pero hay un arco iris para escoger. Los parlantes hacían escuchar el tango “Cambalache. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Nada es igual, nada es mejor” Parece que estas letras fueron escritas en este milenio.
     Terminó el baile, me senté al lado del Óscar. No se había parado, estaba triste. Le pregunto:
-         ¿Estai triste o enfermo?
Haciendo un gesto con las manos, pide que me acerque más, hablando suavemente, agrega:
-         Esto es entre los dos- Y lanza la noticia – Le dije a la Olga que se fuera a vivir conmigo.
Dije:
-         Esto parece epidemia, porque el Roberto se lo pasa aquí – Sigo:
El Aprendiz
-         No, y yo la quiero.
-         Parece que ella no mucho – observé – Está feliz de la vida – Y para remecerlo, le espeté:
-         Es mejor así, o todo el tiempo te andarás preguntando ¿con qué gueón  se acostó?
-         Cabritos, la plata se terminó y además hoy jugamos en las canchas de Las Higueras.
El anfitrión nos despidió:
-         Chiquillos, vuelvan cuando gusten.

     Poco movimiento en los pasajes, era final de marzo, la noche estaba fresca. Enfilamos por 10 de Julio, cada uno metido en sus propios pensamientos. Carlos Moreno iba feliz de la vida. Habían sido unas horas de mujeres, baile y vino, en ese orden. Los Cortez, seguro que pensaban que éramos buenos amigos al despedir a su hermano. El Manay (Mario) difícil saber en qué estaba su mente, claro que no precisamente en Los Callejones; Roberto, más bien lamentando perder el bistec con huevo y postre y el tener que inventar una buena mentira para su madre.
     El Óscar caminaba solo y cabizbajo, era la fotografía de pena y desolación. Pensé en el tango “Rechiflado en mi tristeza por una mala mujer”. Era todo lo contrario el Peña chico. Según él, había debutado como hombre, había ido a una casa de putas. Igual que siempre, teníamos los valores al lote, unos más que otros.
     Caminaba el lado de Abdón. Cerca de San Diego, éste me comenta:
-         No estuvo mala la noche.
Le respondo:
-         Prefiero el cine acompañado de la chica que no me cobra por una sonrisa y un beso.

     En San Diego, el letrero luminoso de “Las Cachas Grandes”, el Mac Donald de la época, invitaba a una taza de café con sopaipillas.


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