domingo, 27 de febrero de 2011

Pincelada de existencia con anécdota




Julio Abel Sotomayor Campos


     En la ciudad de Santiago de Chile a mediados del siglo veinte, en el mes de agosto del año mil novecientos cincuenta y dos, una mujer de extracción humilde ingresa a un hospital con síntomas de parto acompañada por su segundo hijo, de diez años, para dar a luz su séptimo hijo. Además de sufrir los inevitables dolores del parto, aquella mujer, pensando de dónde va a obtener el alimento para otra boca que se agrega a su ya numerosa familia, padece de un gran sentimiento de culpa por traer a esta vida un hijo no deseado. Así aparecí por éste mundo un día diez y seis.

     Me pusieron Julio Abel, nombres de los abuelos y con los que bautizaran al hermano que me había precedido, fallecido a los pocos meses de vida. Mis dos hermanos mayores son varones y las tres siguientes mujeres, por lo tanto, a excepción de los primeros años de infancia, en que jugaba con la menor de las mujeres, hubo una distancia con ellos que perduró hasta cuando fui un hombre casado y nos juntábamos regularmente junto a nuestra madre cuando estaba con nosotros.

Mi niñez se deslizó recorriendo el cerro San Cristóbal, ya que vivíamos a sus faldas por el lado de Valdivieso y era nuestro patio, o bien, en otras ocasiones, chuteando una pelota contra la pared mientras escuchaba desde la radio encendida de un vecino las canciones de la nueva ola gringa, Paul Anka, Ray Charles, Brenda Lee, Ricardito, The Platers, Chuck  Berry, Frankie Lane, etc. Más adelante, los domingos asistía a la matinée  a ver wester norteamericanos, películas mexicanas. También en el cine Gardel, que estaba ubicado en la calle Valdivieso con Tres Norte, pude ver grandes películas con insignes actores y actrices de aquellos tiempos que me mostraban un mundo fascinante hacia el cual me evadía en mis largos momentos de soledad.  No recuerdo el numero de la escuela, ubicada a pocas cuadras de nuestra casa, pero sí el nombre de mi primer profesor, Don Heriberto Pacheco Jara, un hombre alto, delgado, semi calvo, de rostro bondadoso. En definitiva creo que fue él quien motivo mi interés por la lectura y la escritura que tanto me ha apasionado durante toda la vida, con esas composiciones que nos hacía escribir para el día de la madre, del carabinero, etc. , y las historias de Pedro Urdemales que leíamos.

     Posteriormente nos cambiamos a la comuna de Barrancas (hoy Cerro Navia) donde me matricularon en el Liceo San José. Empezaba entonces a  cursar el primer año de humanidades. En el segundo semestre, un día lunes que nos tocaba educación física, como no tenía el equipo de gimnasia que exigía el colegio, nos fuimos con otro compañero al cine que estaba cruzando la plaza Garín. A pesar de haber obtenido un excelente promedio en el primer semestre, el segundo fue un desastre. Frustrado por la falta de cuadernos y otros implementos, que en cierta oportunidad solicité a mi padre quien me mandó a freír monos, y como las clases eran en la tarde, me puse a trabajar en el almacén que estaba al lado de nuestra casa, en la calle Roma de la Población Italia.

     A las seis de la mañana salíamos con Don Víctor, mi patrón, a la Vega. Antes de terminar el año escolar abandoné el colegio y después de un tiempo de ser explotado por el vecino, comencé un deambular por diferentes oficios hasta que, estando por cumplir diez y seis años, ingresé a trabajar en un edificio del centro de la capital como aseador-ascensorista donde me mantuve hasta que me tocó cumplir con mi servicio militar el dos de enero de mil novecientos setenta y dos en el regimiento Coraceros de Viña del Mar. El veintisiete de septiembre de ese año me otorgan la baja, que había solicitado al ejército, y el día veintiocho nos casamos con Gladys quien esperaba a nuestra primera hija.

     En diciembre de mil novecientos setenta y dos, mi jefe en el edificio donde había vuelto a trabajar después de salir del ejército, me consiguió un puesto como auxiliar en una institución financiera. Como el sindicato de la empresa, en aquellos tiempos los sindicatos tenían fuerza, implementara un centro educacional aprobado por el Ministerio de Educación para regularizar los estudios del personal que así lo quisiera, me matriculé y, aunque después vino el golpe militar con todas sus nefastas secuelas, el sindicato destruido y con ello el centro educacional, de todas maneras terminé la enseñanza media completa y el año mil novecientos setenta y siete egresé del Liceo Nocturno Nº 14 Manuel Luís Amunategui.

     Posteriormente intenté seguir en la Universidad, donde estuve un año, pero las responsabilidades del hogar ya con tres hijos y del trabajo en donde, gracias al hecho de haber terminado la educación media se me había promovido a la planta administrativa y tenía la posibilidad de seguir ascendiendo, me hicieron desistir y concentrarme en el trabajo y participar en todos los cursos de capacitación que me convocaran. Siempre que entraba en una aula y aún hoy, es inevitable para mi no recordar mi primer día de clases.

     Yo estaba muy entusiasmado con la idea de ir a la escuela, sin embargo, el día que llegamos con mi madre y entramos a esa construcción inmensa, donde en una sala sombría me esperaba un señor a quien nunca había visto, quise salir arrancando inmediatamente. Fue inútil que me sujetaran, me rogaran, me amenazaran. El pobre Don Heriberto quedó con sus canillas delgadas llenas de hematomas con mis feroces puntapiés. No hubo caso. Logré desprenderme de las manos que me sujetaban y salí corriendo. Llegué hasta la casa de una abuela vecina donde me quedé toda la tarde. Ese día la abuela frió en una sartén grande unas sabrosas sopaipillas que le vinieron muy bien a mi estómago, por esos tiempos siempre medio vacío.

     Volví a mi casa entrada ya la tarde con susto, pero luego, como nada me reprocharan, me serené. Mi madre se hizo le desentendida, me sirvió un resto de sopa que engullí muy tranquilo y después me fui a la cama. Al día siguiente no pasó nada y pude seguir con las andanzas solitarias recorriendo el San Cristóbal. En la mañana del tercer día después de mi rebelde actitud vi aparecer una pareja de carabineros. Luego de conversar con mi madre se acercaron hacia donde me encontraba. No dijeron nada, fue mi madre la que hablo por ellos diciéndome que ellos decían que si no asistía al colegio tendrían que llevarme a la comisaría.

     Por la tarde entraba a la escuela, en donde siempre me sentí feliz.



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