Patricia Franco Muller
Cuando se tomaba la decisión de salir a veranear a la costa, los días transcurrían más rápidamente, llenos de expectativas y afanoso trajín.
El bus partía lentamente de su paradero en la parte baja de la ciudad, hasta enfilar con nuevos bríos hacia el llamado Camino a Melipilla, luego Av. Ramón Freire, donde podían observarse a ambos lados de la carretera unas pequeñas viviendas, mitad inferior de ladrillos y mitad superior de madera, pareadas, provistas de un reducido jardín, que yo reconocía como “las casitas de enanitos.” Me preguntaba cómo sería vivir en esas casas, tan alejadas del centro de la ciudad y con tan poco espacio para darse vuelta. Me habría horrorizado conocer dónde estaría ubicada y cuánto más pequeña y miserable sería mi casa 65 años después.
Llegando a Melipilla, el bus se detenía por un largo rato, mientras era asaltado por las vendedoras vestidas de blanco que voceaban sus comestibles: dulces chilenos, pan amasado, huevos duros y unos emparedados de ave. Según aseguraban los entendidos, los hacían de tiuque.
El lugar elegido para los veraneos de todos los años era un balneario tranquilo y con cierto aire eclesiástico, que se llamaba apropiadamente Las Cruces. Lo de eclesiástico era porque los habitantes del sector alto se autodenominaban “Vaticano” y los de la parte baja “Quirinal” (o viceversa). Si mal no recuerdo, una de sus habitantes era Juanita Quindos de Montalva, amiga de mi abuela, y quien propiciaba la artesanía local consistente en figuras diversas formadas por conchitas barnizadas: pájaros, pingüinos, perros, bailarinas, etc.
Llegando desde Cartagena, se podía apreciar una pequeña laguna, llamada “de los patos” (ahora laguna El Peral) donde se observaban gran cantidad de patos y cisnes salvajes. No se permitía la construcción de viviendas en los alrededores para no molestar a las aves. Ahora, las viviendas han ido cercando cada vez más la laguna hasta que quizá terminen por ahuyentar a sus primeros habitantes plumíferos. Pasando la laguna comenzaba el balneario de Las Cruces con algunas casas en la calle junto a la playa, calle que iba subiendo hasta llegar a la parte central donde se ubica la Playa Chica. Desde la parte alta, la visión de la tal playa era muy prometedora, las olas se formaban parejas y previsibles, el color amarillo de la arena contrastaba con los verdes y azules del agua, hileras de oscuros pinos descendían en el extremo norte. Pero abajo era otra cosa. La arena era muy gruesa y se incrustaba dolorosamente en los pies desnudos. Entrar al agua no era fácil; las olas golpeaban con fuerza y rechazaban todo intento de aproximación. La playa era bastante profunda y sólo lo pasaban bien los buenos nadadores. A mí generalmente me aplastaban las olas o me cogían y me lanzaban al borde y tenía que retirarme completamente derrotada a lugar seguro donde sacar las pequeñas piedras incrustadas en las rodillas. Además había tanta gente que apenas se tenía espacio para extender una toalla.
Pero había otras playas en dirección a El Tabo donde era muy agradable ir por las tardes y recorrerlas, regresando después de la puesta del sol. El primer paso era llegar a la llamada Punta del lacho, que era un pequeño promontorio de rocas que se adentraba en el mar. Antes de llegar a él, bordeando la costa, la erosión había formado en la arena endurecida montañas y desfiladeros en miniatura que era muy trabajoso recorrer. Me imaginaba ser un gigante en el Gran Cañón del Colorado y recorría toda su extensión por puro gusto, ya que había otros senderos que evitaban tanto esfuerzo. Al llegar a la punta, se debía bajar un sendero algo empinado de polvo y arena suelta, fácil en la bajada y agotador al regreso. El encanto de esas playas más lejanas residía en su escasa popularidad; apenas se veía gente. Sólo en Guaylandia se divisaban pequeños grupos haciendo gimnasia en la playa o jugando bajo la dirección de algún monitor.
Alguna variedad en los paseos lo constituía el arrendar un caballo y hacer el mismo recorrido en forma más descansada. Las bestias iniciaban la ruta con muy pocas ganas; cuando enfrentaban una subida o bajada algo pronunciada se detenían en seco, echando las orejas hacia atrás con aire de protesta, como indicando que los esfuerzos extra no estaban contemplados en su contrato de trabajo. En cambio al regreso sufrían una increíble transformación: alzaban el cuello dirigiendo las orejas atentamente hacia delante, levantaban garbosamente las patas que hasta hacía unos minutos casi arrastraban y hasta se permitían un relincho de entusiasmo; entonces había que refrenarlos para que no se lanzaran a una carrera suicida en busca del anhelado descanso. Podía ser que pudieran quedarse ociosamente sin hacer nada mientras mordisqueaban el pasto, pero también se daba que, tan pronto llegaran a puerto, ya había otro cliente en espera de su paseo y la función empezaba de nuevo para el pobre animal. Ese comportamiento hacía recordar a los humanos que no se trataba de una máquina, sino de un esclavo obligado a trabajar, pero que se reservaba el derecho a expresar su opinión.
Permanecíamos generalmente hospedadas en la Residencial Uribe, en compañía de mi abuela, mi tía Maruja y su marido más el perro del momento. En compañía de este último se emprendía por las tardes el paseo a las playas más lejanas. Y así transcurrían los días sin altibajos hasta que llegaba el momento del regreso a Santiago y me comenzaba a doler el estómago. Partía el bus por la tarde y el comienzo del viaje tenía cierto encanto al disponer de un par de horas sin recibir instrucciones de nadie. Pero a medida que el sol se ponía y llegaba la sombra a los áridos cerros que anunciaban la capital, una gran tristeza me invadía, como si la soledad y desamparo del paisaje se me hubieran metido adentro. Y esa sensación no era nueva, se había comenzado a manifestar mucho antes, cuando era llevada de vuelta a la casa después de jugar en una plaza, por ejemplo. El ingreso a casa era como una garra opresora en la garganta, todo me parecía feo y desolador. Esa especie de alergia doméstica tardó en disiparse. Sólo al regresar al departamento de Bustamante, ya en la edad madura, me parecía agradable y acogedor.
Claro es que para contrarrestar el efecto de los maléficos espíritus del retorno, llevaba cassettes especiales en el auto, catalogados como “música de tarde” y que incluían melodías frívolas y engañadoramente escapistas. Pero sea cual sea el camino de regreso a Santiago, los accesos son terriblemente feos, fríos, miserables, sucios, deprimen el alma y huelen a tango.
El único camino feo y sórdido que tenía su cierta gracia, era el acceso al poniente en la carretera Norte-Sur, en las cercanías de la siniestra calle Placer, donde, luego de vueltas por calles grises y deprimentes, aparecía un letrero esperanzador y evocativo “AL ORIENTE POR PLACER”. Al verlo me volvía el alma al cuerpo, en el viaje de regreso a Maipú. Quizá haya otra manera de abrir el alma cerrada a esas viviendas tan desoladoras y sería el poder penetrar mágicamente en ellas y conocer a sus habitantes y su vida. Creo que podrían perder así parte de su sordidez. (O aumentarla, considerando que todo lo malo puede empeorar). Ahora, si miro con ojos ajenos el barrio donde actualmente vivo: lejos del centro de la ciudad, junto a un cementerio pobre, frente a una funeraria, calles llenas de basura, muros rayados, botillerías con vinos malos en cada cuadra, rebaños de perros miserables, cumbias a todo trapo a la menor provocación, gente mal encarada, caminando sin gracia, siento que el asunto es para enterrarse. Pero supongo que todos sienten lo mismo, porque nadie vive en un lugar así por su propio gusto, sino simplemente por su propia falta de presupuesto.
Mal de muchos ..
Mal de muchos ..
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