Rolando Salas Cabrera
Se quedó dormido en los brazos de su padre. Viajaban en un tranvía, uno de esos viejos carros que atronaban las calles de Santiago en la década de los cuarenta. Tenía frío y deseaba una cama caliente. Su padre seguía hablando pero él no le escuchaba pues el sueño lo vencía, acunado por el movimiento del carro, y tal vez, por el fuerte olor a vino de su progenitor.
Cuando descendían del tranvía, estaba oscureciendo. Era el mes deabril del año cuarenta y tres. El padre vestía un largo abrigo sal y pimientay un sombrero de color marrón. Llegaron hasta la casa. Tenía una enorme
puerta con argollas de metal y al entrar, su vista se perdió en un corredorinterminable. Aparecieron las abuelas, unas señoras viejas vestidas denegro que lo besaban y le acariciaban la cabeza.
¿"Cómo te llamas?" Preguntaban.
Él miró a su padre, "¡ Ya pues, diles tu nombre a las abuelitas!".
"Me llamo Galvarino" contestó con timidez.
"¿Galvarino? "¡Ese no es un nombre cristiano!" protestó la más vieja.
Una de ellas, que parecía la más importante, lo cogió de la mano y leenseñó la casa que era enorme.
"¿Te gustaría vivir aquí, con tus abuelas?", preguntó. Él estaba indeciso.
"¿Y papá?".
"Vendrá cada día a visitarte", dijo la abuela. Corrió hacia el comedor en donde dos abuelas y una mujer más joven tomaban el té con el padre.
"¡Papá!", susurró, "Me quedo a vivir aquí."
Las viejas sonreían con ternura. "Pero te vamos a cambiar el nombre,vamos a buscar un nombre cristiano.", dijo la abuela importante. "¡Ya lotengo! ¡Pascual! Porque has llegado en el mes de la Pascua". "¡Sí, Pascual, Pascualito!" corearon todas.
Así comenzó la vida con las abuelas.
La casa era muy grande y tenía una galería acristalada que daba a un patio de baldosas, repleto de macetas; luego venía el comedor, con una enorme mesa de patas torneadas, que crujía como una persona cuando alguien se apoyaba en ella. En el comedor estaban también los clásicos muebles de entonces; el aparador, un mueble al que llamaban trinche y la vitrina. A Galvarino le gustaba observar las botellas de diversos colores y tapas de vidrio quese alineaban en la vitrina, también esas altas copas verdes que sólo se sacaban en las grandes ocasiones.
Sobre el aparador había siempre una gran frutera de plata con frutas frescas, que él cogía cuando no le miraban y que se iban poniendo mustias con los días, sin que nadie las comiera.
Desde el primer momento los muebles de la casa le parecieron similares a los habitantes, esas señoras viejas vestidas de negro. Las sillas y las personas parecían hermanadas por una suerte de actitud vital, de manera de mirar el mundo, incluso por el mismo afán de inculcarle valores y criticar sus desaciertos.
Botellas, hermosas botellas de formas diversas, casi siempre muy gordas o cuadradas encerraban licores de diversos colores. Era la alquimia familiar: las mistelas, esos licores de frutas que las abuelas hacían dos veces al año, macerando frutas con azúcar y canela y bañándolas luego con aguardiente de uva.
La cocina era amplia, con paredes manchadas de hollín, y era el lugar de la casa en donde Galvarino mejor se hallaba. Había una mesa redonda y coja, en donde tomaba desayuno, y por las noches, se dormía escuchando los cuentos de miedo de la Emperatriz, la sirvienta.
El patio de atrás era grande y misterioso. Tenía un parrón que durante el verano se cargaba de racimos negros y olorosos, un gallinero en donde convivían patos, gallinas y palomas y una fila de árboles frutales, entre ellos dos paltos, largos y oscuros, muy cerca uno del otro y que inclinaban sus ramas como tratando de tocarse. Al fondo estaban el guindo, un manzanosiempre frondoso y la enorme higuera de ramas retorcidas, luego venía un pequeño canal, que servía de límite natural de la propiedad con el camino de atrás, que era una frontera que separaba dos barrios. A Galvarino le parecía que detrás de la casa se acababa la ciudad y comenzaba el campo, quizá con bosques y misterios. Con el tiempo tuvo que aceptar que trasunos sitios baldíos, la ciudad continuaba su cuerpo envejecido y urbano.
Galvarino, ahora Pascual, se apropió con rapidez de los rincones del caserón. Igualito que de su nuevo nombre. Le parecía más corto, nombre de gato decía Emperatriz la criada, pues cuando las viejas lo llamaban:
“¡Pascualito!”, acudían él y el gato de la casa. El padre venía casi todos los días y jugaban en el patio. Las viejas lo mimaban, y pasados algunos días, comenzó a dejar de llorar cuando su padre se marchaba.
Las abuelas eran tres. Carmela, la dueña de la casa y de todo; Felicinda, la mayor, vieja y autoritaria, que caminaba apoyada en un bastón el cual usaba para golpear a cualquiera que osara pasar a su lado; y Sara la menor, que era casada con tío Jorge, un hombre moreno y calvo, que fumaba mucho y aparecía los fines de semana. Con el tiempo se enteró que estabainternado en un manicomio.
Pero, además, estaba la tía Carmen, hija soltera de Felicinda, una mujer nerviosa, de largas manos blancas que revoloteaban entre sus rizos de un rubio desteñido y que tenía en su rostro un perenne gesto de inquietud. Para ella, la llegada de Galvarino fue algo así como un parto, el hijo tan deseado.
Eran las tías abuelas, por parte de la familia del padre. Vivían modestamente, pero presumían de ser de la clase alta y de poseer muchos bienes; lo cierto es que todas vivían de los alquileres de dos viejas casas que la abuela Carmela había heredado de sus dos respectivos maridos, ya fallecidos, y del sueldo de tía Carmen que trabajaba en el Hospital El Salvador.
La verdad es que a Galvarino le gustaba tener dos nombres, era divertido. Como divertido era vivir en esa enorme casa. Cuando llegó a vivir con las abuelas acababa de cumplir cuatro años. Venía de una ruptura.
Hacía cerca de un año su madre había ingresado en el hospital del cual no volvería a salir viva. Pascual recordaba a veces, como en un sueño, a una mujer de ojos tristes que tosía mucho y no dejaba que él la besara. Los niños fueron repartidos en casas de familiares o vecinos y luego de un tiempo de dar tumbos con familias diversas su padre los llevó a casade sus parientes.
Antes, creía haber estado en una casa en donde había muchos niños, a veces le pegaban y él lloraba el día entero. Vino un día su padre, hubo una discusión, lo cogió en sus brazos y partieron de esa casa sin despedirse.
De aquello se acordaba bien. Caminando por calles mojadas de lluvia; el padre vestía un abrigo largo, muy viejo, su barba estaba crecida y le picaba cada vez que acercaba su cara para besarlo, y su aliento olía a alcohol.
Se detuvieron frente a una casa grande, con mamparas de vidrio labrado y penetraron a un salón muy grande, lleno de sillones y espejos. "Aquí estaremos unos días, verás lo bien que lo vas a pasar", dijo el padre.
Él estaba muy cansado. Por las habitaciones muy grandes y llenas de cortinas, iban y venían mujeres muy vistosas que lo cogían y lo besaban y una señora muy gorda a la cual llamaban tía Nena.
Esa noche las mujeres lo bañaron. Había una mujer joven de senos muy grandes y una boca grande y roja que lo estrechaba contra su pecho. El niño sintió una paz y mucho sueño. En algún momento de la noche, despertó sobresaltado. Oía risas de mujer, risas estridentes y en algún lugar una mujer se quejaba. Todo eso le dio mucho miedo y comenzó a llorar. Acudieron mujeres que lo miraban y hablaban muy fuerte y él lloraba con más pavor. Hasta que apareció la mujer de pechos grandes y lo tomó en sus brazos. Olía a alcohol, como su padre.
En esa casa vivió durante algún tiempo. Galvarino nunca recordaba si fueron días o meses. Él jugaba todo el día en el patio lleno de macetas y mesas y sillas con un pequeño perro, muy peludo, que tenía cintas de colores y cascabeles en el cuello.
Las mujeres iban lentamente tomando forma e identidad: Marianela, muy rubia y pintada, con grandes pechos en donde a él le gustaba dormirse; Rossana gorda y muy alta con la boca pintada de un color muy rojo y que cada vez que lo besaba le embadurnaba la cara; Tamara, pequeñita y morena, con los ojos achinados y que fumaba unos cigarros apestosos, y por supuesto la tía Nena, siempre sudando, sentada en un enorme sillón y vestida con unas ropasde colores chillones. Nena reía con una risa tan abierta y tan clara, que a Galvarino le gustaba contemplar su risa y sentirse contagiado. A veces la tía Nena estaba de mal humor y daba gritos e insultaba a las mujeres, entonces todas temblaban, también Galvarino, pero ella lo llamaba a su lado y lo sentaba en su regazo acariciándole cabeza.
Había otras mujeres, pero venían de vez en cuando, sobre todo por las noches, cuando él ya muerto de sueño se quedaba dormido en los brazos de Nena, o sobre unos enormes cojines que había sobre la alfombra. Pero a su padre, casi no lo veía y preguntaba por él todo el tiempo. Hasta que un día, vino con una maleta pequeña. "Es para ti", le dijo. "Para que guardemos tus cosas".
Las mujeres colocaban su ropa en la maleta en forma cuidadosa. Le hacían regalos. Almorzaron con la tía Nena y ella y su padre reían y contaban chistes. Después del almuerzo el padre dijo que se marchaban y él comenzó a llorar; las mujeres también se pusieron a llorar mientras lo cogían en sus brazos y lo besaban, Galvarino lloraba desolado. No quería irse de allí.
Partieron al fin hacia el tranvía y papá le hablaba de las abuelitas
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Revista Nº 6
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