domingo, 27 de febrero de 2011

AUTOBIOGRAFÍA




                                                     Palmenia San Martín Torrejón


-¡Ay, tengo que hacer mi biografía y no sé cómo empezar! Mi mente está en blanco. Bueno, a mis años, eso no es novedad. Pocas veces nos detenemos a pensar en el pasado, sólo para recordar uno que otro episodio. Pero abarcar toda una vida es una hazaña, por decir lo menos; sobre todo, si una tiene algunas décadas.

-Ja, ja, ja ¿Algunas?... yo diría un montón, más grande que la gran pirámide.
- ¿Quién habló?
- Uno de los fantasmas de tu vida. Nosotros te podemos ayudar mucho.
- ¡Sobre todo yo!
- ¡Cállate chicoco! Tú eres el menos importante.
- ¿Cómo que menos importante? Soy el fantasma de la niñez y sé que los mejores años de la Palme, fueron los de su infancia. Trata de no mirarme en menos. ¡Viejo!
- A ver, yo soy el fantasma de la vejez y creo que…creo que…¿Qué estaba diciendo? Se me fue la onda…¡Ah! Creo que cada uno de nosotros puede hacer un resumen de la época que le correspondió vivir junto a ti. Tú tomas nota y escribes ¿Fácil, no? Y como soy el mayor, me gustaría comenzar la narración.
- ¡Eso no es justo! Siempre los chicos comos los primeros.
- Así será, pero esta será una biografía atípica, así que siéntate y calla…¡Enano!
- ¡Siempre lo mismo! Parece que los años no te han enseñado nada. Ahora los chicos pueden conversar y opinar y nadie les da un coscacho, como en mi tiempo.
- Vejez, creo que el pequeño tiene razón.
- Mira, yo soy quien lleva más tiempo a tu lado, además, conozco mejor que nadie tus alegrías y sobre todo tus dolores.
- Pero no quiero hablar de ello.
- Es mi resumen y lo haré igual. Sólo me referiré al que más daño te causó.
- ¡No! Eso no ¡Por favor!
- Tranquila, lo contaré como si fuera un cuento, así nadie sabrá que, entre todos tus dolores, éste fue y es aún, el que más daño te ha causado. Escucha:
-…y cuentan que pasaron los años y aquella mujer siguió viviendo mucho más de los que habían augurado los médicos y, como era muy creativa, se inventó una vida de paz. Se volvió contemplativa y sabia.  Contemplativa porque, como no escuchaba, no le quedó otra opción. Sabia por eso de: “Más sabe el diablo por viejo, que por sabio”.
Dicen que olvidó sus grandes dolores, “son parte de la vida, decía con resignación”. Sin embargo, más de una vez, la vieron en un rincón del jardín, llorando con una vieja carta entre las manos – no sé si merece llamarse así – las cartas llevan el nombre de quien las escribe y se hace responsable de sus dichos, pero ésta no tenía firma y era injuriosa y grosera. Nunca comprendió tanto odio.
-         ¡No llores!, perdona si te causé daño; pero a veces es necesario encarar nuestros dolores. Mira, cálmate, ahora hablaremos de la mayor alegría de tu vejez, y no seré yo quien lo haga. Te cedo el privilegio.
-         Gracias. Vejez, eres muy comprensiva. Tienes razón al decir que es un privilegio hablar de ello. Mi mayor alegría deriva de los siete años de taller, donde aprendí a sacar a luz todo ese material que bullía en mi desde siempre, y no sabía cómo encauzar. Mis eternos agradecimientos para el artesano que me enseñó a dar forma a esa materia. Esto es lo único verdaderamente mío. ¡Sólo mío! ¡Gracias profesor!... Bueno, esta alegría sólo es comparable a la llegada de mis nietos, ellos son…
-         Chist, habla más bajo.
-         ¿Por qué?
-         Vejez se acaba de dormir. Bueno, últimamente lo hace a menudo. Me presento: Soy el fantasma de tu juventud, pero no tengo mucho que decir; mi etapa fue solitaria y opaca, mas bien triste, diría yo.
-         Perdona que discrepe contigo, pero la segunda parte fue la mejor de mi vida.
-         Si, tienes razón. Formaste un hogar, tuviste dos hijos que son tu orgullo y razón de vivir. Además, de la alegría que sostiene ese viejo edificio llamado vida.
-         Entonces, no todo fue tan malo ¿Verdad?
-         ¿Y tú, quien eres?
-         Soy el fantasma de tu adolescencia ¿Me recuerdas?
-         Pero, eso fue hace mucho tiempo.
-         Claro, pero eso no quiere decir que no recuerdes.
-         Puede ser…quizás…haciendo un esfuerzo.
-         No es necesario, yo te voy a recordar algunas cosas.
Eras una muchacha alegre, a pesar de todo. (Y tú sabes a qué me refiero) Cantabas de la mañana a la noche. Bailar te apasionaba, aunque en tu casa nunca se bailó, ni te dejaron ir a un baile. (Esas prácticas eran inconcebibles para el abuelo).
¿Recuerdas cuando, más de cien alumnas de tu escuela, bailaron “Voces de primavera” en el estadio de tu comuna? En esa ocasión te preguntaron ¿Dónde aprendió a bailar así? No supiste qué contestar, nadie te había enseñado a hacerlo; sin embargo, al escuchar la música, te desdoblabas. Volando al compás de la melodía. ¡Qué hermoso aquel arrobamiento, que te transformaba y hacía desaparecer tu eterna timidez!
Fue en esos años cuando comenzaste a escribir. Era otro mundo ¿recuerdas? En él te refugiaste y fue lo que te permitió sobrevivir a la interrupción de tu más caro sueño: ser maestra.
-         Perdona que me entrometa, aunque soy pequeño, quiero darte un consejo: no le permitas al fantasma de tu adolescencia seguir atormentándote, no fue tu culpa.
-         Qué sabio eres pequeño fantasma de mi niñez. Háblame de ese tiempo que casi no recuerdo…¿qué pasa?
-         Mira, Vejez duerme, Juventud mira en silencio desde la ventana y Adolescencia, arrobada, escucha junto al tocadiscos “El lago de los cisnes”. Este momento es todo nuestro y quiero que disfrutes estos retazos de tu niñez, que evocaré para ti.
Todos duermen, tienes seis años. Descalza dejas el lecho para ir hasta la ventana y contemplar las estrellas. ¡Qué nítidas brillan en aquel cielo de campo.
Ya sabes leer. Hurgando en un viejo armario, has encontrado un pequeño libro: “Poemas de Rabindranath Tagore” Te sumerges en él y tu corazón de ocho años comprende y se maravilla con esos versos, supuestamente para adultos.
Eres una niña sencilla, como las margaritas del campo donde habitas. Brincas, como el agua entre las piedras del estero. Los pájaros te enseñan a cantar, y de la espiga aprendes el secreto de la danza.
Cuando, cansada de jugar te tiendes sobre la hierba, las amapolas trepan a tu cara. Nada logra quitarte la alegría, eres una niña feliz. Tal vez debería decirte “fuiste”, porque a los diez años la familia se muda, y tu niñez se esfuma entre las cuatro paredes de un patio de ciudad y sufres y añoras esa anchurosa tierra que te vio nacer.
-         ¿Quién se mudó?...¿Cómo?...¿Qué?
-         ¡Bah!, despertó Vejez, ¡sigue durmiendo, mejor!
-         ¡Cállate, Adolescencia!  Eres una insolente…y tú chicoco ¿Qué miras con esos ojos curiosos?
-         ¡Perdón!, por si no lo recuerdas, me llamo Niñez, y exijo respeto.
-         Ja, ja, ja ¿Y por qué tendría que respetarte?
-         Porque soy la arcilla primera; sin mi no hay adolescencia, juventud ni vejez…¿estamos?...¡Contesten!...¿Dónde quedó tu osadía, Adolescencia?...¿Y tú Vejez,, dónde está tu sapiencia? Bueno, “quien calla, otorga”. Al fin comprendieron que soy la más importante. La primigenia, la que mira con curiosidad y ojos limpios, la del corazón puro, la que…¿Por qué lloras, Palme?
-         Porque me has traído de vuelta a la realidad y comprendo que mi niñez fue única y hermosa y se es niña una sola vez en la vida.
-         Toma, seca tus lágrimas; ya no eres una niña.
-         Es verdad, “ella” quedó en el pasado.
-         Dime, Palme, ¿hay algo importante que no mencioné? Los fantasmas también envejecemos y olvidamos algunas cosas.
-         Sí, querida Niñez, hay algo que me gustaría recordar. Es una gris tarde de otoño y…escucha, mejor:
-         Palme, Palme, ¿dónde estás?
-         Aquí, abuelita.
-         ¿Aquí dónde?
-         Arriba del nogal.
-         ¿Qué haces allí, niña por Dios? Te puedes caer. Baja de una vez.
-         Más ratito, ¿ya?
-         No, ven a tomar once.
-         Voy enseguida.
-         Mi abuela se marchó y yo seguí arriba del nogal.
Se avecinaba mal tiempo y un fuerte viento comenzó a remecer el árbol. Vi acercarse las primeras brumas
del atardecer; cuando quise bajar me di cuenta que no era tan fácil como subir, o tal vez el susto no me lo permitió. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie pareció escucharme.
A punto de oscurecer, llegó mi abuelita con una escalera. Siempre pensé que la demora en rescatarme, fue para darme una lección. Llorando, le juré que nunca más lo haría y de su mano volví a la casa.

- Después de aquel susto, estoy segura que nunca más te subiste al nogal ¿cierto?
- ¿Me creerías si te cuento que al día siguiente, después del desayuno, ya estaba arriba otra vez?




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