viernes, 30 de septiembre de 2011

DE LAS MEMORIAS DE ALBERTO PÉREZ YÁÑEZ





La casa de la calle Nataniel                 

                                                                Un año después, papá nos consiguió una casa de verdad. Era un antiguo y amplio edificio de dos pisos en la calle Nataniel, en donde funcionaba la empresa de enlozados que empleaba a nuestro padre. Los dueños de la firma le ofrecieron la posibilidad de ser el responsable del recinto, teniendo como regalía, el derecho de habitar con su familia toda la planta superior. En el primer piso estaban los talleres.
                                                                El suelo de la nueva vivienda era muy sobrio,  con piso de madera y paredes de ladrillo y adobe. Tenía sala de baño, electricidad y llaves para el agua en la cocina y en el lavatorio. Nunca pensé que se podía vivir tan bien. La primera noche que pasamos en nuestra nueva casa, poco antes de que obscureciera, le pregunté a mamá si era necesario ir a gritar a la calle para obtener la luz.
                                                                Tenía mi habitación para mí solo y la decoraba a mi manera. Se me ocurrió adornarla con un cactus como aquel que el tío Juan le regaló a la profesora en la cordillera. Pero mi mamá me disuadió, diciéndome que se podía caer del velador, en donde quería ponerlo y dejarme la cabeza ensartada como las olivas de cóctel. La adorné con una espléndida foto de mi equipo de fútbol favorito: Colo-Colo, con los astros Cuá-Cuá Hormazábal, Jorge Robledo y el mejor arquero de Chile: Misael Escuti, quién tenía el mismo nombre de pila que mi abuelo.
                                                                En la planta baja se hacían los enlozados y papá era el pistolero. Le decían así porque era con una pistola que él ponía el esmalte a las bañeras, a los lavatorios y otros artefactos que después eran cocidos en un inmenso horno que tenía una puerta levadiza, que cuando se abría dejaba ver unas tremendas resistencias eléctricas calentadas al rojo vivo.   El fin de semana se le desconectaba y se volvía a accionar el domingo por la noche. Me agradaba tener la responsabilidad, bajo la vigilancia de papá, de subir las palancas del contacto eléctrico para que estuviera en funcionamiento a la llegada de los obreros el día lunes por la mañana.
                                                                Durante el fin de semana, mamá aprovechaba el calorcito que le quedaba al horno industrial para hacer una de las cosas que más me gustan en la vida: el pan amasado casero. Sólo había que levantar la puerta e introducirlos, blancos y achatados y luego sacarlos gorditos y dorados.
                                                                Toda la semana esperábamos ese momento con ansias... y una vez más... éramos niños felices.
                                                                El trabajo de papá era muy pesado. Con su pistola esparcía pintura o esmalte en las armazones metálicas, dentro de una gran cámara y el aire se impregnaba de ese polvo. Papá lo aspiraba todo. Comenzó a tener problemas respiratorios. Afortunadamente llegaron unos inspectores de Sanidad y ordenaron a los patrones  instalar aspiradores.
                                                                La casa era muy grande, tanto que incluso teníamos una habitación que sólo utilizábamos para las fiestas. Toda nuestra familia era de origen campesino y con escasa escolaridad porque en esos tiempos había que empezar a trabajar desde niño para ganarse la vida. Del sur se venían a la capital para buscar trabajo y mejorar su situación.
                                                                Nuestro domicilio era el punto de llegada para muchos familiares y amigos. Los hombres encontraban ocupaciones en fábricas y las mujeres se ocupaban como empleadas domésticas en el Barrio Alto, puertas adentro y con unos horarios de dieciséis horas y más por día -en esos tiempos no se usaba el engañador término de asesoras de hogar.
                                                                También las mujeres eran fuertemente explotadas. Buscaban trabajo en las páginas de  avisos económicos del diario El Mercurio en donde se podía leer: Se busca señorita sureña... quizás porque la gente del sur era más sumisa. ¿Y las del norte?
                                                                El fin de semana era siempre una fiesta en casa. Llegaban los tíos y tías que trabajaban en Santiago y se organizaban unas fiestas memorables con familiares, amigos y más amigos que traían los amigos de los amigos. Cada uno aportaba algo y creo que desde ese tiempo heredé el placentero hábito de hacer fiestas familiares. Todos eran muy jóvenes. Nadie llegaba a los treinta años de edad.
                                                                Uno de los acontecimientos que más dio que hablar fue el casamiento de la tía Eda con el tío René -el de la bicicleta como la de Thierry. La fiesta fue magnífica. La novia vestida de blanco era lindísima y el tío René con su piel tostada y sus ojos verdes parecía torero por lo garboso de su estampa. Hacían linda pareja y causaban admiración. Toda la gente se hacía fotografiar con ellos. Vivan los novios y todo el mundo feliz... bueno, casi todos...
                                                                Cada vez que veía una novia, mi corazón se ponía a latir a toda velocidad. ¡Era mucho más excitante que la Primera Comunión!

                                                                Hubo un formidable animador de muchas veladas, que llegó a la casa y tenía como muletilla decir a cada instante: ¡Flor flor! Y quedó con ese apelativo para siempre. Nadie se acordaba de su verdadero nombre. El Flor-Flor cantaba, tocaba la guitarra, contaba chistes y bailaba los mambos de Pérez Prado y el rock and roll de Bill Halley, equilibrándose en la punta de los pies y moviendo las caderas en un ritmo endemoniado, encantando a las mujeres y haciendo reír a los hombres.
                                                                -Ese, parece que es maricón, -decían los que tenían menos éxito.
Pero el Flor-Flor, dijérase lo que se dijiera, bailaba realmente, flor, flor.

                                                                En ese entonces, los hijos éramos cuatro hombres y María nuestra primera hermanita recién nacida. Lógicamente, nos gustaba el fútbol. El único problema que había era que el espacio que teníamos para jugar era muy reducido. Jugábamos en el corredor del segundo piso sin tener la más remota esperanza de obtener el permiso paternal, para ir al antiguo Parque Cousiño, situado a un par de cuadras de nuestra casa.
                                                                Nos fabricábamos pelotas de trapo con las medias de la abuela Zoila, que era una anciana que llegó a nuestra casa simplemente por el hecho de que nuestra casa era grande y trabajaba como doméstica, puertas adentro, en casa de un alto funcionario público que posteriormente ayudó a papá a encontrar un mejor trabajo y una casa propia.
                                                                Frecuentemente las pelotitas que confeccionábamos, caían al patio del primer piso, como consecuencia de alguna volea espectacular de Lalo, Chechito o del pequeño Juan. Nos asomábamos al borde del balcón para observar si alguno de los patrones, -que eran tres- andaba merodeando por ahí y poder bajar a recuperar nuestro juguete. Nos estaba prohibido deambular en la planta baja durante los días de  semana y además nos daba pena tener que despojar a la abuela Zoila de otra de sus gruesas medias.
                                                                Cuando no podíamos recuperar los balones, contemplábamos consternados por la baranda cómo éstos eran confiscados indolentemente por alguno de los patrones que con gesto indiferente los almacenaba en su oficina. Era evidente que nuestras reñidas pichangas en el pasillo del segundo piso no eran en absoluto de su agrado.
                                                                Los tres empresarios eran argentinos. Uno de ellos se  llamaba Bruno y era de origen italiano. Acostumbraba a decirme conllú cuando me veía. Un día me armé de coraje y le pregunte el significado de lo que me decía.
                                                                -Significa buenos días, en francés y se dice Bonjour -me respondió con aire bonachón y divertido.
                                                                Cada uno tenía su automóvil y se me ocurría que cada auto se parecía a su dueño. Como buenos argentinos eran buenos consumidores de carne a la parrilla. Hacían asados TODOS los días del año. Jamás los vi comer otra cosa. A mediodía don Bruno comenzaba a hacer fuego en su  brasero, ponía sobre la parrilla unos pedazos de carne que al asarse despedían un humillo y un olorcito que al llegar al segundo piso, en donde nosotros estábamos almorzando legumbres por enésima vez,  nos hacía agua la boca.
                                                              Nosotros, TODOS los días, de lunes a sábado, comíamos porotos con olor a asado.

                                                                Enfrente de nuestra casa vivía una familia que tenía un niño muy bonito, siempre andaba vestido como muñeco. Solía usar chalecos de color amarillo, lo cuál me hacía pensar en un patito nuevo.
                                                                Nuestra madre, preocupada de que fuéramos niños buenos y honorables, solía ponernos como ejemplo el vecinito de enfrente y lo llamaba El Niñito Decente.
                                                                -¿Bueno y nosotros no éramos decentes acaso?
                                                                Nuestra condición social de familia proletaria y con escasa información, nos hacía reaccionar erróneamente ante dudosos signos de riqueza exterior manifestados por personas que vivían en nuestro propio barrio obrero. Es común en nuestros países subdesarrollados  tratar de parecer socialmente superior a su vecino.
                                                                -Yo no me igualo con nadie o ¡Yo no igualo mis hijos con nadie!-
                                                                Pero raro es aquél que busca la confrontación real con aquellos que sí tienen más posibilidades socioeconómicas. La ventaja de la igualdad es que en el individuo, existe la tendencia a considerar su igual a aquél que él considera superior.
                                                                Nuestro vecinito del chaleco amarillo, me tenía bastante intrigado y hasta me parecía que era un ente irreal.
                                                                Encumbrando un volantín chileno -era construido con los colores y la forma de la bandera nacional- se me cayó en su patio y me vi en la obligación de ir a recuperarlo a la casa del Niñito Decente. Toqué el timbre y salió el muñequito a abrirme la puerta. Se me entró el habla, se me nubló la vista y sólo atiné a imitar el gesto de encumbrar un volantín que se cae. Pero me di cuenta que a él le sucedía más o menos lo mismo que a mí, porque como respuesta, emitió un sonido que más parecía quejido y se fue en silencio al patio de su casa a buscar el volantín.
                                                           Tiempo después me enteré que el niñito éste, nos admiraba, porque éramos cuatro hermanos y jugábamos siempre entre nosotros sin necesidad de otros niños. Observé, cuando me devolvió el volantín chileno, que también nosotros  éramos un buen ejemplo para él...


--------------------------------------------------------------------





Esperamos sus comentarios, sugerencias, artículos, crónicas, cuentos y poemas en nuestro correo electrónico: sinalefa25@hotmail.com

1 comentario:

  1. Buenos recuerdos... Me fue muy grato leerlos. Te trataba de imaginar "chico" pero aún no consigo hacerlo, sólo te veo jugando por ese pasillo como un adulto con alma de niño...

    ResponderEliminar