Recuerdo
de profesores
Sin duda que es un hecho reconocido por todos los que hemos
tenido la suerte de recibir instrucción, que en nuestro tiempo de colegio
pudimos contar con algunos estupendos profesores, que con su forma de
enseñanza, sus personalidades, sus métodos pedagógicos dejaron huella positiva
en nosotros.
Cuando estrujo la memoria me viene a la mente, el recuerdo de
varios maestros de ese Instituto Superior de Comercio de Santiago, entre ellos
el de ese hombre genial que fue don Carlos Grez Pérez, profesor de Historia y
Geografía.
Fue, sin duda, junto con mi padre, (cada uno en sus distintos
papeles), quien me adentró en el amor por los sucesos del pasado, tanto de mi
patria como del mundo. Por él supe de
Carlomagno, de Ulises, de Diego Portales y de tantos otros cuyas
personalidades me llenaron de interés en
mi juventud, haciendo de punto de partida para, con posterioridad, saber más y
más de ellos.
Don Carlos nos enseñó detalles valiosos que me quedaron para
siempre.
Faltando diez minutos para terminar la clase, nos daba
antecedentes de lo valioso que era consumir zanahorias, acelgas, legumbres.
En la clase siguiente encaraba el conocimiento que se debía
tener de los principios de la carpintería o de lo importante que era practicar
la natación y el trote suave matinal.
Reprendía a los alumnos siempre dejando una enseñanza, una
lección, muchas de las cuales aún recuerdo.
Otra magnífica profesora fue doña Ana Carrizo, que nos hacía
dactilografía, es decir, escritura a máquina.
Hoy día, claro, esta señora no tendría trabajo.
Debíamos usar todos los dedos y sin mirar el teclado. A quien
sorprendiera haciéndolo de otro modo le tiraba los pelos de la nuca, con
suavidad, pero firmemente.
El profesor de Educación Física, don Nelson Ibacache era todo
un caballero. Yo estaba eximido de ese ramo por mi dolencia cardíaca (ya la
tenía en esa fecha), pero le observaba sus clases, tratando a todos los
muchachos de “señor” y a veces jugando con ellos breves partidos de futbol.
El ramo de Contabilidad estaba a cargo de don Santiago Hidalgo
Villaziz hombre bajito y bonachón de
nacionalidad ecuatoriana, que en sus clases nos hacía ejercicios utilizando
nuestros apellidos, pero cambiándonos de nombre. Por ejemplo decía: Telésforo
Cuello compra a treinta y sesenta días, diez piezas de género, y debíamos hacer
el registro contable respectivo.
Nunca se equivocaba en el nombre y yo fui siempre Telésforo
durante todas sus clases.
Tuve un profesor de Estadística don Raúl Aguilera Silva,
sujeto muy acucioso y serio, que nos enseñó que esa ciencia podía ser de mucha
utilidad por su forma correcta de efectuarla, así como un gran fiasco de
hacerla a la ligera.
Recuerdo que a los años después fue candidato a diputado y
protagonizó un episodio raro, al obtener sólo un voto, quizás tan sólo el suyo.
Profesor de taquigrafía fue don Mario Gallegos, hombre de
personalidad muy especial. Se las
arreglaba de alguna manera para sacar en clases el tema político, y siendo él
una persona de izquierda, recuerdo que tenía serias discusiones con Julio Ruíz,
uno de mis compañeros. Mientras duraba la pelea., yo sacaba una revista y me
ponía a hojearla.
También hoy día estaría cesante.
Profesor de castellano era don Alberto Rojas Lavín, hombre de
vestir impecable y de modales de gran señor.
Se caracterizaba por andar siempre muy erguido, y por ello recibió el
mote de Pecho de Palo.
Sin duda que contribuyó a mi afición por las letras. Pobre del alumno que cometiera una falta de
ortografía en una prueba, porque le obligaba a escribir doscientas veces la
palabra errónea, a pesar de ya estar en quinto año de Comercio y tener 17 años
de edad.
Otro profesor que recuerdo con gran cariño fue don Valentín
Trujillo, que nos hacía Música.
Casi no pasaba materia, y haciéndonos clases en el salón de
honor en donde había un piano, se ponía a tocar éste con entusiasmo. Jazz,
boleros, tonadas, todo salía de sus dedos.
Una vez nos tocó el primer movimiento del concierto para
piano número uno de Chopín, y los
aplausos sonaron en el colegio entero.
Con el tiempo lo vi innumerables veces en programas de
televisión. Aún hoy goza de gran prestigio y fama.
El señor rector de ese colegio era don Moisés Inostroza
Placencia, persona muy agradable y cordial.
En mis correrías por las embajadas acreditadas en Santiago, en
busca de folletos (ya era yo un coleccionista compulsivo), me fue pedida una
carta de mi rector para entregarme algunos materiales.
Teniendo yo apenas 16 años de edad tuve el suficiente aplomo
para pedir una entrevista con don Moisés, el que me atendió muy amablemente, se
sentó frente a su máquina de escribir, y me hizo, personalmente, una carta para
los efectos.
Son muchos los profesores y profesoras que podría recordar,
unos como ejemplos y otros no tanto.
Se me queda don Segundo Karl Bravo de matemáticas, don
Duberlindo Jaque de Química y Merceología, su esposa la señora Dolores Meza de
Redacción Comercial, don Anselmo Aguayo Espejo y don Baldelorio Riquelme
Garrido de Legislación Social, y tantos más.
El escribir hoy acerca de ellos demuestra que, como sea que lo
pongan, dejaron huella en mí.
Fragmento de biografía 2
Se publicó en un diario de la capital, en días pasados, un artículo que
recordaba aquella forma de vivir urbano tan masiva, hasta pocos años atrás, y
que fueron los conventillos.
De inmediato me vino a la memoria aquel conventillo ubicado en la
avenida Recoleta, casi frente al Cementerio General, de la ciudad de Santiago,
que visité muchas veces siendo muy niño, por allá por los años cincuenta del
siglo pasado.
Mi familia compuesta por mi padre, mi madre, mi hermana y yo vivíamos en
una casa de aquel barrio, relativamente cercana a aquel lugar.
Era corriente en aquel tiempo que los barrios tuvieran muy variadas
construcciones de viviendas, y muy variadas clases sociales conviviendo.
Mi madre había tomado contacto con una señora que ella llamaba “doña
Clora”, y que lavaba ropa ajena en donde vivía.
Se llamaba en realidad la señora Clorinda, y la recuerdo muy bien porque
tenía un dedo de su mano totalmente tieso. Quizás habría sido un accidente
sufrido realizando labores diversas, a
objeto de llevar un poco de dinero a su hogar, en donde la esperaban dos hijos,
el mayor de los cuales, casi de mi edad se llamaba Miguel Angel.
No se le conocía marido, ni pareja.
Era una mujer de unos treinta y cinco años de edad, delgada pero fuerte,
de pelo castaño y ojos de mirar cansado, y vivía en una pieza de aquel
conventillo
Mi madre era una mujer muy aficionada al cine, y al espectáculo en
general. Recuerdo que mi padre le traía de regalo todos los días jueves la
revista Ecrán, especializada en cine, teatro y radio.
Mi madre se sabía la vida y milagros de todos los actores de Hollywood y
de la farándula chilena de aquel tiempo. Para ella no era ningún secreto con
quien se había casado Elizabeth Taylor, porqué se había divorciado Gregory Peck
o quien era el locutor de moda en Santiago.
Por tanto, ella se las arreglaba, al menos una vez a la semana, para ir
con su amiga Matilde Gómez a algún cine del centro de la ciudad. Era ese un lugar,
que se podría decir, mágico en muchos aspectos, porque abundaban las tiendas
elegantes, los cines, los cafés, restaurantes, etc., y entonces para la
personalidad de mi madre, aquello era un verdadero imán.
Cuando aquello ocurría, nos dejaba a cargo de doña Clora, y debíamos
estar todo el día con ella y sus hijos, saliendo al patio común a jugar,
entrándonos a almorzar y también a tomar onces.
Me quedó en la memoria por mucho tiempo, el sabor de los porotos con
mote que preparaba doña Clora, así como el del té hecho en un tarro.
Para no aburrirme esperando a mi madre, ya entrados a la pobrísima
pieza, yo me entretenía leyendo las hojas sueltas de la revista Readers Digest,
que doña Clora se había conseguido para empapelar su pieza. Allí quedaba extasiado
viendo las propagandas de automóviles, de aviones, de postres de jaleas, que
aquí en Chile aún no se conocían.
¿Qué habrá sido de doña Clora?
Su hijo Miguel Angel, ¿Estará vivo?
Muy probablemente sea un hombre de valor, porque doña Clora era
estricta.
Muy de tarde en tarde paso por aquel lugar en donde estaba el
conventillo. Hay allí una nueva construcción moderna y en altura. Quizás donde
habrá ido a dar la artesa y las hojas del Readers.
Mis recuerdos siguen siendo viejos, que mi mente atesora.
Fragmento
de biografía 3
Fue todo el año de 1957, teniendo yo doce años de edad, en que estuve
estudiando en el Instituto Comercial Mac Iver ubicado en la primera cuadra de
la avenida Vicuña Mackenna en la ciudad de Santiago y a fin de ese año, debí
rendir exámenes ramo por ramo, ante profesores que venían del Instituto
Superior de Comercio, muy estrictos y con una exigencia importante.
Sin embargo salí airoso de todos ellos, y el día 28 de Diciembre de
aquel año, en que rendía mi último examen, nos trasladamos con mi familia a
vivir en una casa de calle General Ordóñez de la Comuna de Maipú, comuna en la
que habíamos vivido ya del año 1948 al 1953, y en donde conservábamos varios
amigos.
Aquel día fue la primera vez que viajé en un bus Fiat de color verde y
que tenían su paradero en el bandejón central de la Alameda, frente a las
calles Dieciocho y Manuel Rodríguez. Los años venideros me harían vivir
hermosos y románticos momentos en aquel mismo lugar.
Los buses aquellos eran muy nuevos y limpios, y de propiedad de la
Municipalidad, gestión que se debió al alcalde señor José Luis Infante Larraín.
Pero antes de continuar, quisiera narrar un episodio que viví en mi
antigua casa del barrio Recoleta. .
Vivía allí una niña llamada María Inés, de casi mi misma edad y de la
que yo estaba profundamente enamorado. Era rubia como el oro, de cabellera
larga y ojos azules, es decir, el molde perfecto de las mujeres que me han
gustado siempre.
Después de mucho logré que mi vecino Sergio me la presentara, y fuimos
amigos de inmediato. Comencé entonces a hacerle empeño para pololearla, y
cuando estaba muy bien encaminado al respecto, nos trasladamos a Maipú, y todo
se fue al tacho.
En mi vida, como creo en la de muchos, he llegado innumerables veces
tarde, pero con mi fe inquebrantable estoy seguro que ha sido para mejor.
Si esta niña está viva debe tener alrededor de 68 años y no se debe
acordar de mí en lo absoluto, pero yo la dejo aquí en mis memorias Al relatar
esto creo dejar en claro que desde muy niño he sucumbido a la belleza.
Antes de dejar los recuerdos del año 1957 contaré que en ese invierno se
dejó caer sobre Chile, con gran intensidad, una epidemia de influenza, que se
llevó a la tumba a mucha gente, especialmente ancianos y niños.
En mi casa caímos todo al unísono a la cama, con altas temperaturas,
escalofríos, tercianas, congestión etc.
Ante esta situación quien se encargó de atendernos fue nuestro querido
tío Pito, hermano de mi padre, fallecido en 1972.
El salía muy temprano de su hogar en la Comuna de La Cisterna, cruzaba
Santiago e iba a atendernos, haciendo muy bien el papel de Buen Samaritano.
Era un hombre excepcional y siempre bendeciré su alma.
También ese año me correspondió vivir un episodio histórico.
En efecto, la tarde del día dos de Abril de 1957 concurrí a mi colegio
como todos los días, pero me encontré con que no había clases, y era porque
comenzaban a producirse unos disturbios callejeros de envergadura.
Todo se debía al reajuste de la tarifa de unos medios de locomoción
colectiva llamados “liebres”, marca Mercedes Benz, alza que fue de siete pesos
a diez.
Así fue que tomé un bus hacia mi casa de Recoleta, y al llegar a la
Alameda con la calle San Antonio las revueltas eran grandes. La gente rompía
los semáforos, tiraba piedras, y un grupo hacía trizas las vitrinas de los
Almacenes Paris (que así se llamaba entonces esa tienda comercial), robando
todo lo que allí se exhibía.
El bus en que viajaba empezó a ser apedreado, y el chofer aceleró y nos
pidió botarnos al piso, y así fue que recibí varios trozos de vidrio en mis
espaldas, pero, por fortuna, sin consecuencias.
Llegué a mi casa sano y salvo, y mi madre se disculpó de enviarme a
clases, abrazándome con amor. Debió ella sacarme con cuidado algunos vidrios
que aún tenía adheridos a la ropa.
Llegó el año 1958 y nos instalamos en Maipú. Nada hacía prever que sería nuestro mejor
período de vida, en un lugar hermoso, campestre, seguro y con mucha gente de
buen vivir. Terminamos siendo amigos de infinidad de personas, y tengo el
orgullo y la satisfacción que aún conservamos algunos.
La calle General Ordóñez era de tierra y la casa tenía un enorme sitio
en donde había alrededor de veinte tipos diferentes a de árboles frutales.
Ese verano lo viví casi por entero visitando a nuestros amigos Alberto y
Adriana en la chacra que se ubicaba detrás del cementerio parroquial, al final
de la calle Ordóñez.
Me iba allá en la mañana temprano arriba del carretón que se llevaba el
agua en unos tarros de aluminio de 50 litros cada uno. Llegaba allí y me servía
de nuevo un estupendo desayuno con tortilla de rescoldo, y enseguida salíamos a
recorrer la chacra.
Yo montaba a caballo casi todo el día, y cuando no lo hacía me subía a
la máquina cegadora con un hombre magistral llamado Roberto, y recorríamos los
potreros de alfalfa, cortando la hierba para forraje de los animales.
El almuerzo se servía a las 12 PM en punto y después se tenía un pequeño
descanso. Allí escuchábamos un programa radial llamado “México y sus
canciones”, y recuerdo muy bien un tema que decía así:
“en una jaula de oro, pendiente de un balcón
había una calandria cantando su
canción”
Se tenía en esa chacra unas cincuenta vacas lecheras que eran ordeñadas
en la madrugada y a las tres de la tarde.
En las tarde, algunas veces, íbamos con el carretón grande a buscar
cañas de maíz al fundo El Porvenir, que se ubicaba en el bajo de la colina.
Regresábamos con el carretón cargado al tope, y al subir por calle
Victoria, gritábamos como locos a los caballos para que llegaran arriba, lo
cual siempre conseguimos.
Esa subida en la que aún está en la hoy Avenida Victoria, entre las
calles O”Higgins y Libertad. Cada vez que paso por allí, recuerdo mis viejas
vivencias.
Al caer la noche, después de comida, en la chacra era usual que alguien
sacara una guitarra y se pusiera a cantar, así como se contaban historias de
aparecidos de gente muerta, y otros relatos escalofriantes.
A eso de las diez y media de la noche, más o menos, debía yo volver a mi
casa, para lo cual obligadamente tenía que pasar caminando por el cementerio.
Al principio debí echar mano a todo mi valor para hacerlo, pero al cabo
de un tiempo me era tan familiar como la avenida Pajaritos. Jamás vi nada raro ni alarmante.
Hoy, ni pensar pasar por allí de peatón a las diez de la noche.
Recuerdo muy bien todas las labores que se hacían en esa chacra.
JUAN RAMÓN CUELLO FORMAS
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