La moda
En las tiendas no había
casi de lo llamado “ropa hecha”. Nada de eso. Había que comprar la tela y
enfilar hacia el domicilio de la modista conocida, ponerse a inspeccionar los Vogue a disposición de la clientela y
encargar la confección de la vestimenta elegida, lo que daba comienzo a un
largo calvario de pruebas y más pruebas, hasta que por fin, luego de largas
semanas de promesas incumplidas, llegaba el día solemne de la entrega de la
prenda terminada.
Pero no era éste el final, ni mucho menos. Ahora se iniciaba la
etapa de los inevitables “arreglos”, ya que jamás la prenda quedaba bien a la
primera postura. Frecuentemente ocurría que, como la gente compraba primero la
tela que le “tincaba” y luego elegía el modelo del vestido, a veces una cosa no
concordaba con la otra. Si uno llevaba una gruesa tela de lana y pretendía que
resultara igual a la foto de una modelo flotando dentro de un vestido fluido y
sutil, tenía guerra para rato.
La modista elegida era Madame Helene y no era francesa, sino
judía húngara. Pero toda modista debía por obligación tener un nombre francés
para impresionar a los usuarios de su talento. Siempre me llamó la atención que
al probarme los vestidos que usaba bajo la rodilla, siempre se veía más rodilla
izquierda que derecha. Cuando reclamé que se corrigiera el largo de la pollera,
la Madame, bastante escandalosa,
aseguró casi a gritos que las medidas que ella tomaba eran exactas y sagradas.
Entonces insinué que yo debía tener una pierna más corta que la
otra. Le tocó el turno a mi madre para sulfurarse: -¡Cómo se le ocurre decir
semejante cosa! Usted tiene las dos piernas iguales, como todo el mundo, por
supuesto. -No era así, ya que décadas más tarde se comprobó una diferencia de
dos centímetros y medio entre mis extremidades inferiores y era demasiado tarde
para hacer algo.
Estaba en desacuerdo con la vestimenta que me compraban. En
especial detestaba mi único traje de dos piezas de invierno, en pied de poule gris y con hombreras. No
me atraía la idea de usar rellenos en la ropa y como esas hombreras me daban un
aire marcial, me decidí a coger las tijeras y terminar con ellas. La chaqueta
quedó en triste condición, desinflada y deforme. Pero de todas maneras me
parecía preferible así.
Cuando pude decidir algo
sobre mi vestimenta, quise usar ropa diferente al resto, como es lógico que
ocurra con una adolescente. Mis contemporáneas usaban el pelo corto y faldas
angostas a media pierna. Yo decidí dejarme el pelo lo más largo posible y me
gustaban las faldas también largas, amplias y ojalá casi llegando al suelo,
acompañadas por una polera oscura y con el complemento de un chal. Los zapatos
ideales eran planos, sin nada de taco, máximo una suela delgada y con tiras de
cuero para amarrar alrededor de los tobillos. Cuando podía añadía al atuendo
una flor en el pelo, aunque sintiendo, bastante a flor de piel, que tal acento
era extremadamente vulgar… Cuando, años más tarde, aparecieron los hippies, yo
me mordía los pelos de indignación por haber nacido más temprano del momento
adecuado. Ya era demasiado tarde para volver a la vestimenta antigua. Algo
parecido pasó por mi afición a las botas de cuero. No había. Lo más parecido
era las botas de goma para la lluvia marca BATA. Me las ponía tratando de
disfrazarlas de alguna manera para que parecieran botas de verdad, pero, por
supuesto, sin ningún resultado. Existían las botas de montar, pero estaban
totalmente fuera de mi presupuesto.
Luego aparecerían botas de todos los estilos y tamaños, cuando ya mi
entusiasmo había pasado.
Nunca aprendí a coser; mi
madre y tía tampoco y en el colegio había logrado evadir la clase de labores
manuales, tomando parte en el coro, que ensayaba en el mismo horario.
Pero llegó el momento en que necesitaba fabricarme, como fuera, un
par de bikinis como había visto en una revista. No se vendían aún en Chile,
motivo por el cual tuve que ingeniármelas de cualquier manera para hacerlos.
Compré un poco de tela barata y procedí. Fui la primera en asombrarme de la
hazaña. Logré producir dos de diferente hechura. Uno de ellos incluso tenía una
argolla central para unir el sostén y dos a los costados para el calzón. No
recuerdo de qué material eran las tales argollas, pero seguramente no de metal
ni madera, que no encontré. Ciertamente estas prendas no estaban destinadas a
exhibición pública, sino eran para viajar al campo donde había sido invitada y
donde se me aseguró que no habría espectadores.
Más tarde, con el
producto de mi primer trabajo pude comprar lana y tejí algunos sweaters. Claro
que su confección no era perfecta, porque siempre fui incapaz de seguir las
instrucciones de las revistas de tejido. Me encantaban las prendas de lana muy
largas y amplias, justamente cuando la moda dictaba lo contrario.
La ropa llamada “formal” siempre me pareció detestable, pero no se
podía evitar usarla para el trabajo y durante tanto tiempo lo hice por razones
puramente estratégicas, que cuando llegó el tiempo de la libertad, o sea, de la
jubilación, ya no quedaba más remedio que seguir usándola, ya que una vieja ve
sumamente limitadas sus posibilidades de vestuario; se supone que debe verse anticuada para estar
a tono con su estado y no parecer una anciana con disfraz.
Lenguas vivas y muertas
Durante la niñez,
escuchaba en mi casa hablar italiano,
cuando querían decir algo que yo no debía oír. Parecían no darse cuenta que era
muy difícil que yo no comprendiera una lengua que sonaba tan parecida al
castellano. Pero ni mi madre ni mi tía parecían muy devotas de la lengua
materna y el sistema se desechó por su poca eficacia.
En el colegio tuve que
aprender por fuerza el alemán, ya que en los cursos básicos, todos los ramos
eran impartidos en ese idioma. Hice algunos esfuerzos por adaptar mi lengua al
pedregoso y escarpado camino que mostraba ese exceso de consonantes, sin
resultado notable. Ese continuo declinar de todas las partes de la oración era
asunto sumamente complicado.
Luego vinieron las clases
de latín, en alemán, claro. También todo se declinaba, pero era una lengua
pronunciable y más grata al oído. Su utilidad era bastante discutible, pero no
podía negarse su importancia, como madre de tantos idiomas. Otra de sus gracias
ocultas era que las monjas y curas de todo el mundo podían entenderse
perfectamente por su intermedio. Pero no tuve intenciones de aprovechar el
latín hasta ese extremo. Actualmente, no tiene ninguna importancia, ya que se
ha discontinuado su uso en la liturgia, tendiente ahora a celebrar misas en el
idioma de cada pueblo, de modo de propiciar la participación de los fieles,
además de su comprensión del texto de la obra. Me parece arma de doble filo.
Antiguamente, el uso del latín agregaba a la ceremonia un aura de misterio y
distancia que lograba en cierto modo cautivar más la atención de los
asistentes, quienes escuchaban el rito de la misa respetuosamente y a veces se
atrevían a contestar con un tímido “et
cum spiritu tuo” que los hacía sentirse tomando parte de un oculto secreto.
También los intrincados
diseños bordados en el ropaje eclesiástico impresionaban por su esplendor
dorado y los oficiantes así engalanados parecían revestirse de una falsa
majestad y perfección. Así, cualquier chico gordo y pelado o flacuchento
insignificante, que no habría merecido una segunda mirada en circunstancias
normales, así ataviados, moviendo ritualmente sus brazos y manos en lentos y
solemnes movimientos, provocaban miradas de embelesada veneración. Se ha
perdido el canto gregoriano, reservado ahora a las ceremonias especiales de
ciertos días del año, en pro del griterío colectivo.
Y llegó el momento de
aprender inglés. Por supuesto que fue un verdadero alivio después de las
torturas del alemán. Parecía tan fácil, se podía pronunciar sin enredarse la
lengua ni perder el aliento al primer tercio de una palabra interminable.
Teníamos una profesora inglesa, del Instituto Chileno Británico de Cultura. En
esos remotos tiempos, el acento americano era muy mal considerado.
Ya fuera del colegio, mientras tomaba un té en algún boliche que
no recuerdo, escuché hablar a una mujer en un idioma que sonaba exquisito,
suave, con un fraseo diferente a todo el conocido. Me dijeron que era ruso y
desde entonces abrigué la esperanza de aprender ese idioma apenas pudiera
encontrar la ocasión. Ese momento llegó cuando el Instituto Chileno Soviético
inauguró sus cursos de idioma ruso. Como no era muy caro, mi exiguo sueldo
“vital” me pudo permitir ese lujo. Teníamos como profesora a Marina
Vischnievsky, que andaría por los 24 años y era calculista y traductora en el
Cerro Calán, donde trabajaban algunos astrónomos soviéticos. Fue mi primera
experiencia de tomar clases en muchos años, lejos ya de mi corta estadía en la
U. de Chile. En el instituto estuve por dos años y tuve que interrumpir la
asistencia muy contra mi voluntad, ya
que mi nuevo horario de trabajo no me permitió seguir.
La única vez que pude volver a escuchar el idioma fue durante la
visita de Evgueni Evtuschenko, a la sede de calle Ejército, donde recitó
algunos de sus poemas, más otros de autores rusos. Hasta allí llegó el inefable
doctor Alexander Lipzchütz cuando el
local estaba absolutamente repleto. Al reconocerlo, le abrieron paso con
grandes esfuerzos, levantándolo para que pudiera pasar, mientras él pedía disculpas
por las molestias que causaba .El joven poeta comenzó a recitar sus poemas. Al
hacer una pausa, la gente comenzó a pedirle con insistencia un poema de K.
Simonov: “Lldi meniá” (Espérame). Fue escrito en el año 1941, durante la
Segunda Guerra y se convirtió en el poema más popular de su tiempo. Ese ruego
de un soldado que insta a su amada a esperarlo, cuando ya todos lo hayan
olvidado, me había impresionado mucho en esa época y me llamó la atención que
tanta gente lo conociera. A la vez, en el tuétano del sentimiento (o la pepa
del alma, si se prefiere) se alzó una débil vocecilla de protesta. Pues bien,
mi ego creía que yo, solo yo, había descubierto ese poema tan especial y lo
recordaba con emoción. Pero no era así. Mucha gente hablaba el ruso y había
escuchado o leído alguna vez el mentado poema, que tenía ese aire sentimental y
populachero para llegar a las masas sensibleras.
Una sensación muy parecida tuve posteriormente, cuando me dejaba
algunas advertencias bajo el vidrio de
mi escritorio anotadas con alfabeto cirílico, suponiendo que nadie lo
entendería.
Sucede que, siendo secretaria de un errático funcionario, cuando
emprendía el tipeo a máquina de sus manuscritos e iba siguiendo una inspirada
frase, descubría demasiado tarde que quedaba trunca en un definitivo punto
final, ya que se había olvidado terminarla al enfrentarse con la idea
siguiente. Esto me indignaba, pues no siempre podía arreglar en forma correcta
el desaguisado.
Por ese entonces se integró al trabajo un sujeto joven, seco y
distante a quien todos detestaban, motivo por el cual me comenzó a interesar.
Pues bien, este individuo se refirió un día, como al pasar a las tales
advertencias de mi escritorio. Claro que
me sorprendió muchísimo que otra persona conociera ese alfabeto. Creo que me
sentí en descubierto. Pues bien, si yo conocía ese alfabeto, no había ninguna
razón lógica que le impidiera a otra persona de las alrededor de 1.000 que
trabajaban ahí, compartir el mismo conocimiento. Nos hicimos muy amigos y
descubrí que el aspecto tan serio que mostraba era sólo su personalidad de
encargado de prevención de riesgos. Era licenciado en música en la U. de Chile
y trabajaba en eso para ganarse la vida de alguna manera. Desempeñó varios
cargos, pero nadie lo apreciaba mucho. Tanto así que se le conocía como “el
Extraño”. Tenía un muy especial sentido del humor y como almorzábamos juntos,
lo pasábamos muy bien. Desgraciadamente, como siempre ocurría con la gente más
agradable, no estuvo mucho tiempo en la empresa.
Luego, por razones de
trabajo debí volver a aprender inglés y lo prolongué por cuatro años en el
Británico; más adelante, también hice un curso en el Norteamericano para
ayudarme a entender a los norteamericanos, tan incomprensibles cuando hablan
como mascando una papa caliente.
Pero, al fin de cuentas,
el inglés me sirvió principalmente para entenderme con japoneses, taiwaneses,
coreanos e indios, hasta el punto que debía oficiar de traductora para las
entrevistas que sostenían ellos con el gerente general, ya que la pronunciación
de esos orientales era bastante exótica a primera audición, mientras que mi
oído ya se había acostumbrado.
Como aprender idiomas me
gusta, en una oportunidad creí que valdría la pena estudiar algo de alemán para
recordar algo de lo asimilado en el colegio. Me hice de ánimos, fui al Goethe
Institut, consulté, subí al tercer piso como me indicaron, pero, casi llegando,
escuché una conversación en alemán. Apenas los oí, sentí que se me paraban
todos los pelos del cuerpo. Sensación nada agradable. No creí conveniente
sentir eso de nuevo cada vez que asistiera a clases. Me parece que es la única
alergia que tengo, la que también se hace extensiva a la música tirolesa con
sus danzas de saltitos y palmoteos.
Y esas han sido mis
incursiones en otras lenguas. He tenido deseos de estudiar árabe y chino, pero no
tan en serio que me forzara a hacer algo al respecto. Pero nunca es tarde
mientras se pueda.
Patricia
Franco
Mulos, mulas y
burdéganos
La vista de un baúl de mimbre en avanzado deterioro y atestado de
revistas y diarios -
entre muchos otros contenedores semejantes - me hizo pensar en la sarta
de garabatos que
estarían lanzando los herederos de esta prójima mientras iban
deshaciéndose de semejante basura.
Pensando en aliviarles en algo la tarea, procedí a la revisión del
contenido. Confieso
que me costó muchísimo esfuerzo botar unas cuantas revistas. Los diarios
no los toqué
porque tienen un sinnúmero de aplicaciones, desde colocarlos en el piso
recién lavado, hasta rasgarlos en tiras para cama del perro.
Finalmente encontré los 3 tomos de las famosas “Notas Explicativas del
Arancel Aduanero", publicadas por el Ministerio de Hacienda hace hartos
años. (La Biblia comentada, explicada en todos sus detalles y actualizada
correctamente con los respectivos cambios de glosas y definiciones fotocopiados
del Diario Oficial e insertos entre sus páginas). En dicha Biblia están contenidos
todos los productos habidos y por haber desde los derivados poliacrílicos y
polimetacrílicos, el agua pesada (o protóxido de deuterio), los abanicos de
señora y muchísimos otros hasta llegar a los burdéganos en cuestión: (Aclaro
que "burdégano" es el producto resultante de la cruza entre caballo y
asna). Poseer semejante tesoro permitía definir certeramente la glosa a aplicar
a cualquier producto de manera de sortear los peligros, multas, sanciones y
errores en el valor aduanero que se cernían sobre la importación de todo tipo
de bienes en los tiempos idos de la protección a la industria nacional y que
convertían la importación de cualquier cosa en una labor titánica.
Bueno, y eso ¿a quién le importa cuando
tales libracos no sirven para nada práctico? Ocurre que leyendo sus
páginas, una se da cuenta del escasísimo conocimiento que tiene de casi todo,
de la ignorancia total de cómo se obtiene y se usa cada uno de los items
descritos, una buena parte de los cuales usamos en la vida diaria. Y aunque bien
sé que la vida no me alcanzará para absorber ni la milésima parte de lo que
quisiera, he colocado el tomo 1 al alcance de la mano como símbolo de lo
inabarcable que resulta cualquier conocimiento a estas alturas del calendario.
Guardé cuidadosamente los otros dos en el mismo baúl deteriorado, aunque es más
que probable que nunca los abra otra vez.
Pero, mirando el asunto con cierto optimismo, quizá nunca sea tarde para
desburdeganizarse
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