domingo, 5 de octubre de 2014

EL HOMBRE DE BARRO, cuento





                                                Melania Tello Romero


Hace unos días se acercó a la reja de fierro y pulsó el timbre. Lo observé por la ventana. La tos seca llegó a mis oídos, luego, su voz apagada por falta de aire.

-Buenos días, patrona. Le respondí con un movimiento de cabeza.
- Perdona que la moleste a esta hora, resulta que a uno le llueven los problemas.
- ¿Sí…qué le pasó?
- La Rosita…se acuerda que la semana pasada le conté que se quemó al darse vuelta la tetera. Es tan inquieta. Como está aprendiendo a caminar hay que tener mucho cuidado. Diciéndole a la Eliana: ¡No la dejes salir a la calle, menos a jugar con tierra! Así fue como se infectó las heridas. Claro que no es su culpa, ella la deja encargada a una vecina cuando sale a trabajar a casas particulares. Yo le digo a la Eliana que la vecina no tiene experiencia para cuidar un niño, es joven y hace tan poco tiempo que se casó, y la media fiesta que hicieron. Lo peor de todo es que al marido le hace mal el vino. Esa misma noche le faltó el respeto, se puso celoso conmigo porque bailamos una cumbia, y yo puedo ser su padre. Ahí delante de todos le mandó el puñete, me puse entre ellos y eso lo enfureció más. Harto atrevido el cabro, nos dimos varios golpes. No sé a quién se le ocurrió llamar a los carabineros. ¡Si no era para tanto!
Tres días presos y nos llevaron a los dos. Lo que más me dolía era la desconfianza, uno es pobre, patrona, pero sabe respetar…no porque esté con un poco de trago…¿No le parece?
De nuevo tuvo otro ataque de tos, volviéndose, sacó un pañuelo arrugado y sucio. Su rostro adquiría un color amoratado. Me hizo un gesto para tomar agua en la llave, alcancé a ver unos tintes de sangre en el pañuelo que trataba de ocultar. Se mojó la cara y luego se pasó la mano por la cabeza.
Lo miré algunos segundos; sabía de su enfermedad, que él nunca mencionó, parecía tener vergüenza y cuando le preguntaba, evadía el tema.

- Usted debiera ir al doctor, puede que tenga afectados los pulmones.
- Y vaya a saber uno de qué otra cosa se puede enfermar.
              Figúrese, por más de quince años trabajando en demoliciones, respirando pura tierra, mal alimentado y ahora jardinero. Yo le digo a la Eliana ¿Sabes cómo debiera llamarme?: el hombre de barro. Dicen que al primer hombre Dios lo hizo de barro. Ahí tengo hartas dudas, porque si fuera cierto seríamos todos iguales ¿No cree? Y es mucha la diferencia entre unos y otros. También pienso que el cerebro lo tenemos más chico o se va encogiendo, igual que el estómago. Yo les digo a mis cabros, estudien para que hagan trabajar la mente, y lo que no entiendan, pregúntenselo a la profesora.
Yo no fui a la escuela, pero mi taita, que Dios lo tenga en su reino, tuvo mucha paciencia para enseñarme, me dio sus buenos coscorrones y valió la pena, ahora leo cualquier diario o revista. Los consejos de mi padre los recuerdo más en estos momentos que cuando me los daba.
“Hijo, nunca dejís la tierra, ella es como la madre, jamás te negará el alimento. El pueblo es para los ricos y educados”. Mi padre quería que fuera capataz, soñaba verme recorriendo el fundo de don Pascual. Pero yo no le hice caso, siempre llevándole la contra, creía que era para retenerme. Ahora lo comprendo, cuando tengo más problemas y estoy triste. Por eso les exijo tanto a mis cabros. La Eliana se me enoja, dice que soy mañoso con ellos. ¿Se fija que la experiencia de uno a los hijos no les sirve?
Patrona, ¿cuánto cree que me falta para jubilar?
- En realidad, usted es engañoso para calcularle la edad.
- Me faltan quince años, ¿qué le parece?
- ¿Tantos?
Ríe mostrando sus dientes amarillos, acto que de inmediato le provoca tos.
- Yo no entiendo de leyes laborales, lo que sé es que si no trabajamos, ahí nos morimos de hambre todos. Bueno patrona, harta lata que le he dado, entonces volvería la próxima semana, ahí le pago la deuda.

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El timbre sonó con insistencia, miré por la ventana y vi a una mujer de mediana edad.
- ¿Qué necesita?
- Soy la esposa de su jardinero.
Salí rápido para hacerla pasar. Su rostro era de mucha tristeza, y esforzándose para no llorar, me contó.
- ¿Cuándo dice que pasó?
- Ese mismo día que vino a hablar con usted para llevar a la Rosita al policlínico.
- ¿Murió en el hospital?
- No, de tanto toser le vino la hemorragia, murió en el camino.
- Esto es lo que más me encargó, estaba muy agradecido de usted y no quiero que sufra en la otra vida por una deuda.
Me pasó unos billetes doblados cuidadosamente, se puso de pie y alcanzó la puerta sin darme tiempo para reaccionar.
El vestido, que improvisaba un luto, fue lo último que divisé tras la reja.


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