Melania Tello Romero
Hace
unos días se acercó a la reja de fierro y pulsó el timbre. Lo observé por la
ventana. La tos seca llegó a mis oídos, luego, su voz apagada por falta de
aire.
-Buenos
días, patrona. Le respondí con un movimiento de cabeza.
-
Perdona que la moleste a esta hora, resulta que a uno le llueven los problemas.
-
¿Sí…qué le pasó?
- La Rosita…se acuerda que la semana pasada le
conté que se quemó al darse vuelta la tetera. Es tan inquieta. Como está
aprendiendo a caminar hay que tener mucho cuidado. Diciéndole a la Eliana: ¡No
la dejes salir a la calle, menos a jugar con tierra! Así fue como se infectó
las heridas. Claro que no es su culpa, ella la deja encargada a una vecina
cuando sale a trabajar a casas particulares. Yo le digo a la Eliana que la
vecina no tiene experiencia para cuidar un niño, es joven y hace tan poco
tiempo que se casó, y la media fiesta que hicieron. Lo peor de todo es que al
marido le hace mal el vino. Esa misma noche le faltó el respeto, se puso celoso
conmigo porque bailamos una cumbia, y yo puedo ser su padre. Ahí delante de
todos le mandó el puñete, me puse entre ellos y eso lo enfureció más. Harto
atrevido el cabro, nos dimos varios golpes. No sé a quién se le ocurrió llamar
a los carabineros. ¡Si no era para tanto!
Tres días presos y nos llevaron a los dos. Lo que
más me dolía era la desconfianza, uno es pobre, patrona, pero sabe respetar…no
porque esté con un poco de trago…¿No le parece?
De
nuevo tuvo otro ataque de tos, volviéndose, sacó un pañuelo arrugado y sucio.
Su rostro adquiría un color amoratado. Me hizo un gesto para tomar agua en la
llave, alcancé a ver unos tintes de sangre en el pañuelo que trataba de
ocultar. Se mojó la cara y luego se pasó la mano por la cabeza.
Lo
miré algunos segundos; sabía de su enfermedad, que él nunca mencionó, parecía
tener vergüenza y cuando le preguntaba, evadía el tema.
-
Usted debiera ir al doctor, puede que tenga afectados los pulmones.
-
Y vaya a saber uno de qué otra cosa se puede enfermar.
Figúrese, por más de quince años
trabajando en demoliciones, respirando pura tierra, mal alimentado y ahora
jardinero. Yo le digo a la Eliana ¿Sabes cómo debiera llamarme?: el hombre de
barro. Dicen que al primer hombre Dios lo hizo de barro. Ahí tengo hartas
dudas, porque si fuera cierto seríamos todos iguales ¿No cree? Y es mucha la
diferencia entre unos y otros. También pienso que el cerebro lo tenemos más
chico o se va encogiendo, igual que el estómago. Yo les digo a mis cabros,
estudien para que hagan trabajar la mente, y lo que no entiendan, pregúntenselo
a la profesora.
Yo
no fui a la escuela, pero mi taita, que Dios lo tenga en su reino, tuvo mucha
paciencia para enseñarme, me dio sus buenos coscorrones y valió la pena, ahora
leo cualquier diario o revista. Los consejos de mi padre los recuerdo más en
estos momentos que cuando me los daba.
“Hijo,
nunca dejís la tierra, ella es como la madre, jamás te negará el alimento. El
pueblo es para los ricos y educados”. Mi padre quería que fuera capataz, soñaba
verme recorriendo el fundo de don Pascual. Pero yo no le hice caso, siempre
llevándole la contra, creía que era para retenerme. Ahora lo comprendo, cuando
tengo más problemas y estoy triste. Por eso les exijo tanto a mis cabros. La
Eliana se me enoja, dice que soy mañoso con ellos. ¿Se fija que la experiencia
de uno a los hijos no les sirve?
Patrona,
¿cuánto cree que me falta para jubilar?
-
En realidad, usted es engañoso para calcularle la edad.
-
Me faltan quince años, ¿qué le parece?
-
¿Tantos?
Ríe
mostrando sus dientes amarillos, acto que de inmediato le provoca tos.
-
Yo no entiendo de leyes laborales, lo que sé es que si no trabajamos, ahí nos
morimos de hambre todos. Bueno patrona, harta lata que le he dado, entonces
volvería la próxima semana, ahí le pago la deuda.
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El
timbre sonó con insistencia, miré por la ventana y vi a una mujer de mediana
edad.
-
¿Qué necesita?
-
Soy la esposa de su jardinero.
Salí
rápido para hacerla pasar. Su rostro era de mucha tristeza, y esforzándose para
no llorar, me contó.
-
¿Cuándo dice que pasó?
-
Ese mismo día que vino a hablar con usted para llevar a la Rosita al
policlínico.
-
¿Murió en el hospital?
-
No, de tanto toser le vino la hemorragia, murió en el camino.
-
Esto es lo que más me encargó, estaba muy agradecido de usted y no quiero que
sufra en la otra vida por una deuda.
Me
pasó unos billetes doblados cuidadosamente, se puso de pie y alcanzó la puerta
sin darme tiempo para reaccionar.
El
vestido, que improvisaba un luto, fue lo último que divisé tras la reja.
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