domingo, 6 de octubre de 2013

DOS TEXTOS DE JOSÉ LOYOLA






El Dieciocho 2013

Este septiembre ha sido uno de los más extraños que me ha tocado vivir. No recuerdo haber tenido un feriado tan largo para celebrar las fiestas patrias, justo en el año en que se cumplen cuarente años del golpe militar, en una campaña presidencial que, por primera vez en la historia, tiene nueve candidatos.
Fue un septiembre raro, pero no por eso fue malo.
De eso hablamos un grupo de amigos, durante una de las sobremesas post asado en estos últimos días.
No sé si habrá sido el vino, pero el diálogo se fue poniendo intenso, y en un momento, cada uno de los comensales personificó a algunos de los tipos de individuos en que uno se puede transformar cuando bebe un poco más de alcohol de la cuenta: el borracho cargante, el lacho, el aniñado.
Lo bueno es que los borrachos no mienten.
Me cargó este septiembre del feriado largo, me dicen que los que mejor lo pasaron, le ponen un promedio cinco; los que son de izquierda disfrutaron, los que son de derecha pasaron piola. ¡Se impuso la mirada de la izquierda!
Quedé un poco confundido, es posible que uno sea contrario a Pinochet, o contrario a Allende. Antes no se podía hacer comentarios, había que hablar bajito…por si había por ahí algún sapo cancionero.
- Obvio que ahora se puede- dijo un demócrata-cristiano.
Ellos son muy especiales, primero apoyaron a Pinochet, después se opusieron.
- Eso qué importa, hay que dar vuelta la página – dijo un señor Contreras – me pongo nervioso cuando hablan de muertos. A mí, que me registren, les juro que no he matado a nadie; me trasladaron a Punta Peuco con mis subalternos, para hacerme cargo de una crianza de palomas.
- ¡Ya…después conversamos!
Bueno, lo que importa ahora es la elección presidencial; puede pasar cualquier cosa.
- Yo estoy feliz de que haya tres candidatas – dijo el lacho – encuentro que las tres tienen algo en común…
- Ya…No le sirvan más vino a este tipo. Por favor ¡salud!
- ¿Y tú, qué nota le pones a septiembre?
- Yo le pongo un dos ¿cómo no voy a estar quemado, si me encontraron el colesterol alto, no puedo comer asados, ni tomar vino. Me he dedicado a puro manejar, pero lo malo es que me he encontrado en todos los tacos de la carretera, y me da vueltas el tema de los cuarenta años. He estado con acidez todos estos días.
- Bueno, prenderemos la parrilla de nuevo.
- Lógico – dijeron por ahí.
- ¡Pensé que nunca lo propondrían! Primero tiraremos el pescado.
- ¿Cómo el pescado? ¿No será el lomo vetado? El pescado es para los hippies.
- Puchas que son conflictivos, tiren todo a la parrilla y listo.
- ¡Salud!



Declaración.  ¡He andado tanto!

               Si el Señor me regalara otro trozo de vida, me haría el tiempo y dormiría dos días seguidos.
Después, al reincorporarme, con los músculos relajados y desaguados los sueños, me pondría a revisar los cuadernos, las fotos, las revistas, los objetos acumulados en los cajones y las cosas que he venido acarreando de casa en casa, desde hace años.
Esto sería equivalente a asomarse al boquerón de un mundo olvidado y extraer de él, el espesor de una historia.
Luego sentiría probablemente, ganas de salir a la calle y caminar un poco a la deriva, con todo el tiempo del mundo, un tiempo horizontal extensivo, una especie de crédito ilimitado, girado a la cuenta del destino.
               Observaría por qué las calles han amanecido de una visibilidad distinta a la habitual, ahí estarían ciertas ventanas resquebrajadas, los floridos almendros y ciruelos encendidos en agosto, los plátanos orientales, las pequeñas hierbas creciendo en las grietas de las veredas. Los cafés con las vidrieras cubiertas por el sol matinal; las mujeres hablando por celular a carcajadas, mientras el “humo azul” del cigarro asciende en espiral entre las hebras de pelo suelto que oscilan sobre sus caras.
“Si tuviera tiempo”, tocaría la guitarra y cantaría algún bolero, que me recuerde sus besos, sus labios, su calor que llevo como un destello de ese tiempo que llegaste a mi vida, encendiendo la luz de mi corazón.
Pero todos mis sueños se fueron marchitando, no sé qué ocurrió, se fue la ilusión; aunque ya pasó la vida, aún te recuerdo.
               También me gustaría en un día de sol ir al río Maipo, y en algún recodo, tirar piedras al agua, mirar la cordillera nevada y dormir al sol del invierno.
               Compraría regalos para la gente que quiero para el día de sus cumpleaños, una estera, un pámpano de alabastro, una lámpara, una botella de licor de pera, un par de pavos reales, un gato persa y una trutruca,,,en fin.
               “Si tuviera algo de ese maldito tiempo”…
               Me compraría un tambor, para cuando me acosen los problemas.
               Estudiaría por qué la sensación de estar enamorado, la localizo más en el corazón, que en la zona del bulbo raquídeo.
               Bien, ya no me acosa ese amor obstinado de antes.
“Ya he andado tanto”.


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UN CONCURSO DE CUENTOS




Café Alvear, un café de barrio, ubicado en Simón Bolívar 4744-B,  comuna de Ñuñoa de Santiago, nació con el objetivo de reunir a sus vecinos en torno a un café, arte y cultura. Entre los meses de marzo a mayo del presente año, se realizó el Primer Concurso Literario, que invitó a escribir un cuento con el tema “Una historia de mi barrio”
Participaron 26 obras, de las cuales, un jurado de la Sociedad de Escritores de Chile, eligió a 10 finalistas que fueron sometidas a votación popular en la página web: www.cafealvear.cl.
El jurado, estuvo compuesto por los escritores  Guadalupe Becerra, Edmundo Herrera y Emilia Páez.
Los tres primeros lugares correspondieron a:
 
Primer lugar: Alex Mauricio Benavides Fuentealba
 con el cuento “Guerra fría”

Segundo lugar: Mario Henríquez Contreras
con el cuento Café Amargo.

Tercer lugar: Andrés Rojo Torrealba
con el cuento: “La primera lluvia de Otoño”
Incentivar la lectura y la creación literaria, es sin duda una hermosa iniciativa. Queremos a través de estas páginas, dar a conocer el concurso de Café Alvear como un ejemplo que merece ser replicado en muchos otros lugares de encuentro.

Ana María Montalva.


GUERRA FRÍA


             No solo las niñas jugaban a Los Países, a falta de una pichanga jugar a Los Países era una buena opción. En aquellos años, los juegos eran de tradición e ingenio,
como así también las ideas y tendencias de la familia te marcaban y brotaban en cualquier momento hasta en un simple juego. Hoy medito, con nostalgia de nuestra inocencia, a pesar de todo éramos niños sanos, buenos vecinos y amigos.
             Chile, siempre Chile, el que primero se identificaba era Chile ¡quién no! Luego se nombraba Argentina, no recuerdo si algún peruano, pero siempre era un país vecino como si nuestro mundo conocido fuera solo ése. La excepción, Víctor, él era siempre Rusia, aunque en esos años era URSS. Para él era lo mismo y decir URSS resultaba complicado. Creo que ni sabía dónde quedaba, solo le era familiar. Yo gritaba Estados Unidos como si fuera su antagónico, cosa que no era así, pero la devoción por ese país fue solo por mi sueño de ser astronauta o astrónomo y porque eran los buenos en las películas de guerra.
             Entre tantos lanzamientos, fue el turno del Chico Vásquez, al tirar la pelota gritó ¡ Rusia!, Víctor corrió y tomó la pelota sin dificultad y tan rápido que todos quedamos cerca. ¡Alto!, ¡alto! dijo y los países quedamos a su alcance. A pesar de que yo era el más lejano, hizo todo su esfuerzo por alcanzarme con la pelota.
             Una mañana de septiembre, mi abuelo fue el primero en izar la bandera en el negocio de la esquina, le siguió mi madre. Ese día las cortinas de la casa de Víctor se mantuvieron cerradas y la pelota abandonada en el jardín.


                   Alex Mauricio Benavides Fuentealba.
                
                   Primer lugar en el Concurso de cuento organizado por Café Alvear.

                                              Año 2013.






DE REGRESO A CASA
           
Melania Tello Romero
           

Percibo su presencia y no está. En el aire flota su perfume; toda la casa es ella. El piso brillante, cada cosa en su lugar y las infaltables flores en el jarrón. En la mesa del living dos ceniceros de cristal, en el centro la última inversión o el último capricho: una estatuilla adquirida en una casa de antigüedades, según su opinión, muy exótica.
          En el sofá espero que pronto  aparezca. Miro sin interés el adorno que de tal no tiene nada, es una especie de cuerpo humano con características de hombre y mujer, por brazos dos tentáculos y la cara no está definida, tal vez por el deterioro del tiempo. Me dirijo a la cocina tan pulcra y ordenada, que sin ser experto, se advierte que no fue usada para preparar el almuerzo, menos para la cena.
          ¿Dónde habrá ido?
          Nunca sale sin avisarme, siempre me llama o deja una nota. Quizás  llamó y el teléfono estaba ocupado, también puede que haya enfermado su madre y tuvo que salir  de prisa.
          Llamaré a casa de mi suegra… No, mejor le doy un tiempo más…No debo preocuparme, total yo estoy todo el tiempo afuera y ella espera paciente mi llegada.
          Trato de entretenerme leyendo el diario. Los minutos avanzan lentos.
          Cuando está en casa todo es diferente; quiere saber de mi trabajo, me cuenta novedades mientras se traslada de la cocina al comedor preparando la mesa.
          Daniela no es bonita, tampoco fea; es alegre y con mucha personalidad, escucha a todos sin excepción e inspira confianza.
          Miro el reloj: las 22 horas…¡Qué tarde! No quiero alarmarme, pero ya me estoy inquietando.
          Llamo por teléfono a su madre, lo hago repetidas veces sin que conteste…espero…cuelgo. Tomo la libreta de apuntes telefónicos, llamo a cada una de sus amigas, pero nadie sabe nada.
          Mi preocupación aumenta, ha transcurrido una hora. Me paseo de un lugar a otro. Tendré que llamar a los hospitales, a las postas y a carabineros. Esto no puede dilatarse por más tiempo.
          De pronto algo se ilumina en mi cerebro, ¡Gracias a Dios hoy es martes! Que torpe soy. Los martes mi suegra asiste a unas reuniones sociales muy importantes para ella, y recuerdo que hace tiempo que trata de convencer a Daniela para que la acompañe. Hoy se decidió pensando estar aquí antes que yo llegara y se le hizo tarde; eso debe ser. Si hubiera sucedido algo malo ya lo sabría, las malas noticias se saben pronto.
          No tengo apetito. Me recuesto en el sillón, dejo que mis pensamientos vaguen con toda libertad, recuerdo: las rutinas de la oficina, las bromas de mis colegas, el genio del jefe, su prepotencia, y de pronto se proyecta Daniela ¡Mi Daniela! Imprimiendo en un cuaderno rodos sus sentimientos: “Esto es muy íntimo y muy privado”, me dice sonriendo; la miro complacido y me siento tranquilo.
          Despierto sobresaltado, me quedé dormido, son la una de la madrugada. Escucho un ruido, trato de localizarlo, fue como un llamado casi inaudible. ¡Daniela!, llamo en voz alta; sólo el eco de mi voz regresa a mis oídos. Me pongo de pie, los vidrios de la ventana devuelven la imagen de mi rostro pálido y nervioso.
          Abro la puerta de la calle; el aire frío entumece mi cuerpo. Vuelvo a llamar a su madre; el fono marca ocupado; olvidaba que de noche lo descuelga para que no molesten su sueño.
          Recorro todas las dependencias: el dormitorio, el baño, la pieza de invitados, la cocina y ¡Nada!
          ¿Qué hacer? ¿Dónde ir a buscarla? No tengo miedo, pero esta quietud me aterra.
          Revuelvo todo en el dormitorio: el velador, el ropero, la toilette, la cómoda. En uno de sus cajones mis manos tropiezan con un cuaderno, es el de Daniela; lo ojeo rápidamente, me detengo en la última página, reconozco su letra aunque un tanto desordenada, pero con los caracteres más destacados y leo:
          “Eduardo, destruye la estatuilla del living, de ella brota un magnetismo increíble, posee un algo misterioso y sobrenatural, ¡Hazlo ahora…Ahora!”
          Corro al living desconcertado, dispuesto a cumplir el pedido de mi mujer. Mi sorpresa es enorme, la estatuilla no se encuentra allí. La busco afanoso, corro muebles y estufas sin resultados. Regreso al dormitorio  y metida en la cama se encuentra Daniela; me sonríe voluptuosa, sus ojos me invitan a estrecharla entre mis brazos.
          ¿Qué broma es esta mi amor? La destapo para desquitarme de su gracia y hacer que sienta el frío de la noche. Horrorizado veo que “eso” no es su cuerpo. Unos tentáculos me aprisionan, me arrastran hacia sí; es la estatuilla con la cabeza de mi dulce Daniela. Lucho desesperado, la transpiración invade toda mi piel. La lámpara del velador cae dejando el dormitorio a oscuras. La voz de Daniela trata de calmarme, me susurra al oído que me ama, que no la deje; sus ardientes labios se podan en los míos y ya sin voluntad, dejo de luchar entregándome a esos diabólicos tentáculos.

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