domingo, 6 de octubre de 2013

CUENTO




Que Gusto Volverte a Ver

Julio Abel Sotomayor

Mónica regresaba de la ciudad de Rancagua. Hasta allá había vuelto, esa tarde húmeda y fría del mes de Julio, para examinar y cerciorarse del avance logrado por el artesano en la pieza que le confiara y con la cual pretendía sorprender a su esposo. Guillermo estaba a pocos días de cumplir sesenta años y aquello se presentaba como una oportunidad que no podía dejar pasar. Con el correr de los años Guillermo se había hecho aun más distante y se sentía ignorada totalmente. La frialdad de su marido y su cuerpo reclamando por la ausencia del hombre, afectaban su ánimo. Incluso, empezaron a rondar por su cabeza ciertos comentarios que en alguna oportunidad escuchó sobre la fidelidad de Guillermo.

Mónica se casó enamorada, por lo tanto, no dudó en dejar su trabajo como tecnóloga médica para satisfacer a su marido y dedicar todo su tiempo al hogar, al cuidado de los hijos y, a acompañarlo, cuando él lo requería, a los eventos y reuniones de protocolo que exigía su profesión. Él disfrutaba luciendo esa maravillosa mujer que provocaba miradas de admiración y deseo en los hombres, envidiosos comentarios entre las mujeres. Guillermo, por su parte, durante esos largos años de matrimonio, nunca demostró ser un marido muy cariñoso, menos aún romántico. En un principio se justificaba la falta de tiempo y dedicación para con su mujer, pues, recién egresado de la facultad de medicina, debía cumplir con internados en diferentes hospitales públicos. Además había decidido seguir un posgrado para especializarse como cirujano plástico. Después, las excusas fueron el exceso de trabajo, conferencias, estudios complementarios y para mantenerse a la vanguardia en su especialidad, regularmente debía viajar al extranjero. En consecuencia, era escaso el tiempo que le quedaba para corresponder  a su amor y satisfacer las necesidades que la pasión azuzaba. Sus alejados encuentros eran siempre provocados por ella y en muchas de aquellas oportunidades, se quedó con  el deseo rasguñando sus entrañas porque él llegaba demasiado tarde o simplemente, porque se sentía cansado y no tenía la energía suficiente. Pronto los hijos fueron supliendo la falta de cariño y los quehaceres y actividades que requerían se transformaron en una distracción  que la hacían olvidar sus carencias. Pero también se llevaron con premura los años. Sus hijos pasaron ligeramente las etapas de niñez y adolescencia. Transformados ahora en jóvenes autónomos, la habían liberado de tales obligaciones y se encontró, de un día para otro, con muchas horas de ocio, situación que le causaba un gran vacío.  La urgencia de alguna actividad para distraer la mente y darle sentido a su vida, la llevó a pensar en retomar su profesión,  no obstante, por el tiempo transcurrido, aquello era imposible.

Sobreponiéndose a la abulia, producto de la depresión que la agobiaba desde hacía algún tiempo, se esmeró efectuando todas las  averiguaciones posibles, recorriendo días completos Internet, consultando a sus amigas y barajando todas las opciones imaginables para encontrar el regalo adecuado con el cual conseguir un momento de su atención, necesitaba detenerlo, que la escuchara, en una extensa conversación explicarle con claridad como se estaba sintiendo. Paradójicamente, un día, en que revisaba los trajes de Guillermo para enviarlos a la tintorería, encontró la tarjeta del artesano y tomó la decisión de visitarlo.

Innumerables emociones le acecharon la primera vez que la vio en el umbral de su taller. El desconcierto casi lo enmudece y ante la cantidad de interrogantes y exigencias que le presentaba, solo pudo responder con monosílabos. Conforme con lo indicado por el  artífice, la mujer dio por finalizada la entrevista, asegurando regresar  en un par de días a reconocer los avances y dar su aprobación para continuar la tarea. Antes de despedirse solicitó su número de teléfono y quiso saber su nombre, con cierta duda, luego de entregarle los números de su móvil, él le contestó “solo llámeme artesano  sin embargo, cuando la mujer trasponía la puerta, tuvo la intención de alcanzarla y revelar su nombre, pero su garganta seca y el estado de ansiedad en que se encontraba se lo impidió; el temblor de su cuerpo le aconsejó esperar hasta la próxima visita. Las imágenes que dejó la mujer, irrumpían, alzadas en el humo del cannabis que pitaba para serenar su ánimo, alterado por la sorpresa que provocó su presencia. Reflexionando sobre la soledad, que se le hacía soportable sólo gracias a un recuerdo, repitió la pregunta que se había hecho tantas veces: “¿cómo sería su vida actual si en el pasado hubiera tomado otras decisiones?”

En su primera visita, Mónica sintió que su respiración se normalizaba y toda su intranquilidad y preocupaciones quedaban afuera. En esta segunda visita, los volantines que decoraban las paredes le trajeron difusas imágenes de su infancia en donde, no comprendía por que razón,  estaba presente el artesano. El taller, un galpón de madera de cuatro por seis metros más o menos, situado en el sector rural de Rancagua; edificado en el fondo de un amplio patio interior rodeado de follaje, era un sitio, aunque no muy grande, sí muy acogedor que olía a incienso mezclado con los aromas naturales de la vegetación y la cannabis que fumaba el maestro. El gris muy claro y brillante de su cabello y la barba, sus grandes ojos de un verde traslúcido y de mirada profunda, su actitud apacible pero llena de energía, iluminaban y daban vida a ese espacio.

Mientras cincelaba su obra, respondía a la curiosidad de la mujer entregándole pormenores sobre su trabajo y apaciguaba sus inquietudes afirmando que sus expectativas serían totalmente satisfechas. A ratos daba descanso a sus utensilios para enfatizar en algún fragmento, beneficiado por ese minuto, la observaba en todos sus detalles, extasiándose en la naturalidad y belleza de aquel cuerpo, jamás profanado por el bisturí de su marido y en ese rostro tan fresco y armonioso que, ni tibiamente hubiera podido un vidente o un mago llegar a deducir su edad, ella, por su parte, seguía con admiración los movimientos de las manos dando forma a la piedra con armónicos y seguros golpes, que por momentos eran como suaves caricias y a ratos, con violencia castigando el cincel, separaban un porfiado segmento. Cuando el hombre se detuvo, alzando la vista para prestarle atención tropezó con sus grandes ojos verdes. Un estremecimiento le sobrevino ante el pensamiento surgido en su mente, incitada por esa  mirada tan intensa y llena de ternura, provocándole tal bochorno que pensó se desvanecería. Notando la desesperación con que intentaba aferrarse al mesón, dejó sus herramientas para alcanzarla justo antes de que cayera. -Durante el breve lapso de sopor, ofrecía sin vergüenza su cuerpo, sobre el cual deslizaba el artista mansamente sus manos, prodigándole una relajante calidez- Cuando se recuperó, los brazos del artesano la sostenían apretándola con firmeza. Tal vez, pensaba luego, tratando de encontrar una justificación a lo sucedido, su cuerpo, pleno de vitalidad, pretendía lo que en su imaginación se hacía evidente. Salió del taller con la misma sensación de su visita anterior, sorprendida de su animosidad, sintiéndose liviana y totalmente relajada. 

Mónica conducía con sus cinco sentidos muy atentos al camino y el sexto divagando en el pasado, donde pulcros volantines cubrían el cielo mientras ella, afirmando sus trenzas saltaba la cuerda, y él, parado en la vereda del frente, la miraba. A pesar de la cantidad de vehículos, sobre todo grandes traileres, el viaje se desarrollaba tranquilo, sin sobresaltos hasta que descubrió el Camaro de su esposo desviándose para ingresar en el Motel ubicado a un costado de la carretera. La confusión llevó a la mujer, inconscientemente, a mover el volante virando el auto hacia la pista contigua por donde transitaba a gran velocidad un camión. Aunque el conductor intentó frenar, el vehículo se deslizó sin control sobre el pavimento humedecido por la llovizna. Guillermo sintió el estruendo y comentó con la mujer que le acompañaba - un accidente más – ingresando luego a la suite.

El doctor que atendía la urgencia reconoció a Mónica y después de prestar las primeras atenciones y estabilizarla, comenzó a llamar insistentemente a Guillermo. Más de dos horas habían transcurrido cuando revisó su celular y devolvió la llamada. “Qué te pasa huevón” preguntó, reconociendo la voz de quien le contestaba, del otro lado del teléfono le conminaron a partir inmediatamente al hospital. Allí, enterándose de los detalles del accidente, sobre todo cuando le informaron el lugar y la hora del suceso, la certeza que rondó por su cerebro, lo devastó.

Quién sabe  cuántas contradictorias y fuertes emociones cruzaron por su cabeza al ver a Guillermo en el quirófano, mientras los cirujanos intentaban salvarle la vida, en uno de sus lapsos de conciencia. En donde habría dejado, se preguntaba, a la mujer con la cual entró al motel. Seguramente, una de esas hembras desesperadas, dispuesta a todo, que pagaban con  frío sexo a ese doctor de avanzada edad, la cirugía que requieren para abultar sus pechos y nalgas. Ahora comprendía muchas cosas que su candidez no le permitió descubrir durante los pasados años. El  infarto provocado por la rabia que le sobrevino fue fulminante. Guillermo, con desesperación trataba de mover las manos para prestar auxilio a su mujer pero estas no le respondieron. Aquel día se paralizaron, volviéndose inútiles por el resto de sus días. 

Mónica sabía que era el último viaje, allá lejos, al final del túnel divisaba la luz y se dejó llevar. Poco antes de llegar al  final abrió los ojos y descubrió fascinada que el artesano la esperaba en el umbral. Aferrándose a las manos que él le ofrecía,  llegó hasta la vereda en donde ella jugaba, la casa de sus padres, su infancia, mientras, el pelo gris recuperaba su color, la barba caía dejando el rostro despejado y entonces pudo reconocer al muchacho, recordar su mirada, comprendiendo que eran esos ojos, sus ojos que no habían perdido la ternura. La enfermera miraba incrédula las manos de la accidentada moviéndose con desesperación, luego de poner atención a los signos que mostraba la pantalla salió corriendo al pasillo solicitando a viva voz la asistencia de los médicos.

El artesano se enteró del accidente en el noticiero de la noche. El nudo que apretó su garganta pronto se empezó a aflojar y no pudo frenar el llanto. Por ese mismo complejo absurdo, que en su adolescencia le impidió confesar sus sentimientos, en esta segunda oportunidad que le daba la vida, no se atrevió  a revelar quien era  ni preguntarle a ella si guardaba algún recuerdo. ¡Una vez más su indecisión! “Si la hubiese retenido un minuto para darle mi nombre” se atormentaba pensando. Las lágrimas empezaron a descender desde sus ojos congestionándole, se ahogaba. Iracundo tomó el martillo y a golpes pulverizó las supuestas manos del cirujano portando el bisturí. Más tarde preparó un cigarro de cannabis y se entregó a la tarea, con cincel y martillo, sobre un gran trozo de roca.

Unos días después miraba las manos sobre las cuales descansaba el maravilloso cuerpo que había perpetuado. En su rostro se manifestaba la lozanía de esa niña que veía saltar sujetando sus trenzas, mientras elevaba los volantines que él mismo, infantil artesano, fabricaba. Estremecido aún por la impotencia y el esfuerzo de tantos días sin descanso, recogió el teléfono que sonaba insistentemente. Dos lágrimas endulzaron su emoción al reconocer la voz que, después de casi cinco décadas, pronunciaba nuevamente su nombre. 



Revista N° 20 - Octubre 2013

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