Juan Ramon Cuello Formas
Visito a una familia amiga en su hogar.
Llego a eso de las cuatro de la tarde, me abren la puerta, pero la niña que me recibe regresa presta a su asiento, debido a que todos están viendo una película que exhiben por el cable
Todos me saludan con una breve inclinación de cabeza y me instan a que les acompañe a ver la película.
Preguntar como estoy, como está mi familia, de donde vengo, que he hecho en los últimos días, eso importa un carajo. La película está primero.
Me debo entonces resignar a plegarme al “respetable público”, y tratar de entender de qué se trata el film.
Es una seguidilla de luchas con resultados sangrientos mostrados vívidamente como se estila en las películas modernas, con despliegue de explosiones, torrentes de agua, etc. etc. Aparte de los que parecen primeros actores, intervienen una seguidilla de personajes que nunca pude saber quienes eran, ni qué papel protagonizaban en el asunto.
Los actores principales, más que actores son expertos en artes marciales y luchas consecuentes. Realizan unos saltos y embestidas inverosímiles. Por otra parte, en esta ensalada de luchas, escupitajos, sangre, sudor y todo lo demás, nunca supe, a ciencia cierta, quiénes eran los buenos y quiénes los malos.
Ante este, para mi espíritu y gusto, pérfido descalabro, la exclamación me salió espontánea: ¡Qué película ésta!, pero una de las damas presentes me dice que no la mire en menos, porque “contiene mucha metafísica” y “deja muchas enseñanzas”.
Uno de los actores principales es un niño de no más de 14 años de edad, pelado al rape, con vestuario que imita a los monjes tibetanos, y que no trepida en luchar con el que se le presente.
Los escenarios son grandiosos. Se nota que los productores de la película no escatimaron gastos, y ello porque son sabedores de que venderán el film como pan caliente, en especial a los públicos de países del tercer mundo, que absorben estas cosas como esponja.
Hace ya muchos años, nuestra querida y entrañable cantautora y filósofa Violeta Parra se preguntaba en una de sus canciones: ¿Quién trajo tanto veneno?
Ella murió en el verano de 1967, y si resucitara hoy día ¿qué cara pondría al comprobar las toneladas de cicuta “artística” que han llegado a Chile en 44 años?
No me quedó más remedio que esperar pacientemente que la película terminara para que alguien me dirigiera la palabra, pero fue justo el tiempo que medió para que comenzara otra película peor, con más violencia, más trucos surtidos, más llamaradas, más sangre, más escupitajos, más, más, más.
Resolví echar mano a toda mi paciencia, y me tragué casi entera la siguiente película, y digo casi entera, porque, de pronto, tuve la suerte de ver a cierta distancia, un libro que estaba en un estante.
Lo cogí y resultó ser un libro de aquellos que se usaban para la lectura en los últimos cursos primarios en los años cincuenta del siglo pasado.
Me puse a hojearlo, ante la total indiferencia de todos mis amigos presentes, los que no se perdían detalles del bodrio que estaban viendo.
En una de sus páginas encontré la siguiente poesía de aquel maestro de las letras de España que fue don Francisco Villaespesa, nacido en esa preciosa ciudad andaluza a orillas del Mediterráneo llamada Almería en 1877 y fallecido en Madrid en 1936.
La poesía se llama EL LAGO y dice así:
Lancé con mano segura
piedras al lago sereno,
que copiaba en su ancho seno
la majestad de la altura.
El lago, todo hermosura,
tembló un instante; en su seno
se hundió la piedra, y, sereno,
volvió a reflejar la altura.
Cuando en la lucha reñida
me hiera el destino aciago,
quisiera, al sentir la herida,
que fuese siempre mi vida
imagen ennoblecida
del limpio cristal de lago.
Desde luego huelga decir que este libro nunca jamás nadie lo ha leído en esa casa, ya que al preguntar de quien era, me dijeron que no sabían y que, junto a otros libros, los llevarían a regalar a un colegio cercano.
Me aproveché de la situación y pedí quedarme con él, a lo que accedieron gustosos.
Es esta la “cultura” actual en nuestro país. No perderse nada de las “obras artísticas” procedentes de los principales envenenadores del mundo que son los norteamericanos, ávidos como nadie a ganar dinero, explotando la tendencia innata de la gente básica del resto del planeta a deslumbrase con porquerías con hartos efectos especiales.
Ya pasó hace rato aquel amor por la poesía, por el pensamiento, por lo sutil. Dejó de llamar la atención lo suave, lo cálido, lo con tintes de divino.
Vengan ahora los estímulos en grande. Nada que quede a la imaginación. Muera la sutileza. Es una “lata”, dicen.
Dios se encarga siempre de proveerme.
En un momento álgido, culturalmente hablando, en donde la incomodidad me corroía, me proporcionó como bálsamo este libro hermoso.
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