Consuelo Tapia |
Primer
Premio Cuento del 21° Concurso Literario “Recordando a Gabriela y Pablo 2014"
Para Luz Acevedo es un día más de
trabajo.
Son las ocho de la mañana, la luz del sol
ha ido entrando poco a poco por las ventanas del tercer piso hasta llegar a la
sala 304, dejando ver con nitidez la pobre implementación con que cuentan los
desafortunados que allí esperan auxilio.
Ella ya no se fija en esos detalles; como
cualquier auxiliar de enfermería de un hospital público pone termómetros, toma
la presión, controla el pulso. Todo de forma automática.
De repente, una voz angustiada la saca de
su quehacer, sin pensarlo, se acerca al biombo que aísla a ese enfermo de los
demás.
¡Señorita! Luz se detuvo, era uno de los
típicos pacientes sabelotodo quién le advertía que mejor no se acercara .Que
era solo un viejo que pasaba la mayor parte del tiempo delirando. Que no se
preocupara porque cuando estaba despierto era huraño y no hablaba con nadie y
según su parecer ya lo habían desahuciado.
Sorprendida y sin hacer caso a la
advertencia, mueve la cortina y queda ante el enfermo.
-¡Tila! ¡Qué te pasó viejo? Mira donde
nos vinimos a encontrar.
Luego, bajando el tono de su voz le
vuelve a hablar.
-¡Tila! ¿puedes escucharme? Soy yo.
Los cansados ojos del viejo se
entreabrieron y el anciano trató de incorporarse.
- ¿Lucerito? Qué hací aquí? Te dije que
te fuerai, la caleta no es segura, tení que cuidarte…
Después del esfuerzo todo volvió a
nublarse y a través de esa densa neblina retrocedió años, cuando uno de tantos
inviernos anunciaba su retirada, mientras él recogía cartones. A eso de las seis
de la mañana la vio sentada en la cuneta, frente a una casa medio derrumbada.
Entonces, era una muchacha de unos quince o dieciséis años que vestida y
maquillada de negro lloraba con gran desconsuelo, su boca y nariz sangraban. El
no quiso entrometerse.
Siguió trabajando mientras la chiquilla,
limpiando su rostro, gritaba insultos y reclamos en contra de la pandilla que
reía y se burlaba desde dentro de la casa. Lo demás sucedió un día cualquiera,
el viejo Tila haciendo su recorrido desarmaba unas cajas para ordenarlas en su
triciclo cuando ella, dejando su mochila a un lado, comenzó a ayudarle, para
luego, sin mediar palabra, lo siguió. Pasaron algunas semanas y la muchacha se
pegó a él como su sombra.
-¿Terminó aquí? La voz de la jefa la
sobresalta, si ya terminó vaya a la sala 308.
- Mi turno termina a las cinco, susurra
al oído del viejo, voy a volver.
Luz sigue con su trabajo en forma
mecánica mientras su mente se llena de imágenes y conversaciones ocurridas
junto a Atila Sepúlveda Quilodrán cuando ella aún se vestía y maquillaba de
negro.
- ¿Qué te pasa Lucerito?
- Ya te he dicho que mi nombre es Luz y
no me pasa na'.
- ¿Cómo que na´?, andai pálida ya no querí
comer. ¿No habrí vuelto a fumar esa porquería
con los cabros de la caleta?
- No viejo, te juro que no.
- Mañana tempranito vamos a ir pal
consultorio, porque algo malo te tiene que estar pasando.
Ya habían pasado dos meses desde que el
Tila le diera refugio, ella estaba por cumplir los diecisiete años. A la salida
del consultorio caminaron un rato en silencio bajo el agradable clima
primaveral de 1991, después entraron a una iglesia y ahí entre el musitar de
una que otra oración el Tila le dijo:
-Mira Luz ( nunca la había llamado así),
ya no podi seguir conmigo, así no te puedo cuidar, es mejor que vuelvas a
buscar a tu mamá, las mujeres entienden más de embarazos y si no querí hacerlo,
acércate a las monjitas o te acompaño a hablar con el cura, dicen que ellos
ayudan a las cabritas con problemas, capaz que hasta podai terminar de estudiar.
Son las cinco de la tarde, su turno ha
terminado. Con rapidez y sin cambiarse de ropa se dirige a la sala 304.
Mira hacia todos lados y se introduce
tras el biombo blanco que separa al viejo de los demás pacientes.
- Tila, Tila, volví.
El enfermo pestañeó varias veces, luego
con sus manos esqueléticas restregó sus ojos legañosos y se quedó mirando al
vacio. Estuvo así largo rato como buscando sus pensamientos, de pronto de su
boca salió claramente una pregunta:
-¿Donde estoy?
En el poco tiempo que vivió con el Tila
trató de saber de su vida pero él se hacía el leso. Una vez, mientras
recolectaban cartones, le preguntó de dónde era y qué edad tenía.
Debo andar por los cincuenta y tantos y soy
del sur Lucerito, del sur.
- ¿Y cómo llegaste a Santiago?
- Llegando po.
- Pero qué te pasó?
- Me robaron too lo que traía, hasta la dirección de mi compadre, así que tuve que arreglármelas como pude y
aquí estoy ahora trabajando en esta cuestión , pero apenas junte una platita me
voy a devolver pa mi tierra.
- ¿Y adonde queda tu tierra?
- Sabí Lucerito que pal sur hay pueblos
que los santiaguinos ni saben que existen.
Ella lo escuchaba en silencio.
-Piloncura, Mehuin, Chan-Chan.
Ahí le dio mucha risa ¡cómo podía
existir un pueblo con ese nombre!
- Existe, está por las costas de Valdivia
cerca de Huezui donde desemboca el río Plalafquen. Le aseguró el Tila con un
dejo de nostalgia; después, no le habló en todo el día.
-Estás en el hospital viejito, tranquilo,
no te dejaré solo. Instintivamente el enfermo giró la cabeza buscando a la
persona que respondía, pero solo pudo distinguir la sombra de una mujer. Resignado, volvió a cerrar los ojos, sin
embargo, sus oídos percibían unos susurros acompañados de un roce suave, como
si alguien lo acariciara.
- ¿Dónde estoy? Ya más despierto buscó
respuesta moviendo la cabeza de un lado a otro, subiendo y bajando la mirada
sobre la sombra que se encontraba a su lado.
- Tila,¿me reconoces? Soy yo la Lucerito.
El enfermo trataba de incorporarse, fijar
su mirada.
- ¿Qué hací aquí?¿Erí tu Lucerito? ¿Y tu guagua, encontraste a tu mamá ,que
hora es, hace cuanto tiempo estoy aquí y mi triciclo? ¡tengo que ir a trabajar!
-Tranquilo, no te agites, ahora te voy a
dejar bien cómodo, después me tengo que ir, pero mañana tempranito te paso a
ver.
Al ser confortado, el anciano cerró los
ojos con placidez, pero sin dormir, y por unos instantes trató con todas sus
fuerzas mantener sus sentidos alerta.
Empezó a reconocer el ambiente que lo
rodeaba, el olor a remedio, el ruido de
alguien que se quejaba, unos pasos, después... silencio, ahí tuvo la
certeza, sí, estaba enfermo y lo que era peor; en un hospital.
Son casi las nueve de la noche, Luz ya
está en casa. Tratará de dormir y mañana ya mas calmada, si tiene suerte,
quizás logre conseguir una mejor atención de parte de algún médico para su
amigo. Pasan las horas pero su cabeza no deja de pensar. ¿Qué habría sido de
ella si no se hubiera encontrado con un viejo bueno?
No puede conciliar el sueño, quiere
apresurar el amanecer para responder todas las preguntas que el viejo le hizo:
le dirá que trató de volver con su madre pero que las vecinas de allá, de Los
Molles, le dijeron que se había ido con una nueva pareja. Así que volvió a
Santiago, que lo buscó pero nadie supo decirle su paradero y que al no encontrarlo
se acordó de la conversación de la iglesia.
Su embarazo lo pasó en una casa de
acogida para madres solteras. También le contará que nunca volvió a ver a los
chiquillos de la caleta, que la guagua nació sanita pero que ella era muy joven
para ser mamá y además ¿qué futuro le podría dar? Por eso, con el apoyo de las
tías del albergue, la dio en adopción, y por último, para que el viejo se
alegre, le contará todo lo que tuvo que hacer para terminar de estudiar.
Son las ocho de la mañana, hay que controlar
a los pacientes de la sala 304.
- ¡Señorita!(Es el enfermo sabelotodo)
-¡Sí, dígame!
- No es por nada, yo solo quería decirle
que si busca al viejo pierde su tiempo, parece
que estiró la pata, se lo llevaron
anoche como a la una.
CONSUELO TAPIA C.
Revista Palabr@s N° 21
sinalefa25@hotmail.com
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