miércoles, 30 de noviembre de 2011

LA ABUELITA




Miguel Veragua Contreras


Era mediados del siglo veinte, vida apacible comparada con el hoy, la doble jornada de trabajo permitía a los padres alternar todos los días alrededor de la mesa a la hora de almuerzo con los hijos, que por lo general eran numerosos y que en este caso eran ocho, junto a la figura cercana y venerable de la abuelita, centro de tiernas y jocosas anécdotas.

Ella era quien nos recordaba los buenos hábitos, los rezos y las buenas costumbres si es que la mamá no alcanzaba a hacerlo cuando nos íbamos a la escuela. Se desplazaba con temores por su avanzada edad y su deteriorada visión, siempre estaba ayudando a nuestra madre en los quehaceres, aunque ella le dijera no hacerlo, la abuelita quería siempre cooperar y no sentirse inútil, no fueran a decir algún día que no servía para nada.

La mamá hacía comidas exquisitas y abundantes como la tradición lo exigía, el almuerzo debía contemplar: entrada consistente en verduras con algún picadito de mariscos, plato segundo que por lo general era cazuela, plato de fondo y el postre que debía consumirse en la mesa. También nuestra madre hacía queques, tortas, empanadas, sopaipillas, picarones, calzones rotos y gran variedad de kuchens y siempre mantenía aderezos en cantidad para acompañar todo aquello, siempre los fines de semana le pedíamos que nos hiciera “cositas ricas”, como lo decía el menor de nosotros, frase que hasta el día de hoy repetimos los hermanos rememorando a nuestra madre.

Cierto día, en que la abuelita dentro de su rutina diaria salió al antejardín a dar alimento a sus palomas, llegaron tantas como nunca antes, pues tantas eran las supuestas migas lanzadas en este oportunidad, claro que no pasó mucho tiempo para que una bandada de niños las espantara y embelesados se pusieran a recoger lo lanzado por la abuelita, mientras que adentro, la mamá desesperada buscaba el paquete recién comprado de los dulcesitos para agregar a la torta que nos había prometido.
En otra oportunidad, llegó con un niño colgado de la oreja “mira niña, no se quería venir el callejero y me lo traje a la fuerza”. “¡Pero mamá, si es el Rafa que vive al frente, suéltelo, no vaya a venir su mamá a hacernos un escándalo!”. “Perdónala, hijo, es que mi mamita no ve bien”. Lo había confundido con uno de sus nietos.

Nuestro padre era un trabajador calificado sin mayor instrucción y lo notable era que todos pasaban como de clase media, pues no existían las estadísticas que los definían o descalificaban, sólo se sabía que había mucha pobreza, pero nadie se angustiaba más allá de lo que sus medios podían, ni había estrés, menos se hablaba de la comida chatarra o de la obesidad. De enfermedades sólo hablaban los hipocondríacos que han existido en toda época.

Se disfrutaba de la vida, sobretodo en familia, cuando alrededor del almuerzo, cada cual tenía tiempo para contar su acontecer al resto; los reproches, las palabras de afecto, los recados, la situación personal en el trabajo o en la escuela, de los obvies o entretenciones, de la última misa y por supuesto, también el espacio en que hacíamos todo tipo de preguntas a la abuelita, había nacido a mediados de la segunda mitad del siglo diecinueve, así que la llenábamos de interrogantes.

Era muy activa, siempre estaba haciendo algo, tal vez por ello surgían aquellas situaciones tan vivas y fuertes en nuestra memoria.
Cierta madrugada, nuestra madre se llevó el susto de su vida, eran menos de las cinco cuando golpearon apresuradamente a la puerta y llena de temor al abrir junto al papá, ve un cuadro paralizador en que se retrataba su mamita en medio de dos carabineros, según contaría posteriormente, perdió toda noción pues en esos años la relación entre uniformados y civiles era muy lejana y extrema, tanto es así que casi cae desmayada. Claro que la abuelita entró con mucho enojo, murmurando “creen que soy niña y no ven que puedo valerme por mi misma”. La habían encontrado en la panadería en actitud de espera, también se equivocaba con la hora; preocupada por el pan y la leche quiso demostrar nuevamente que no era ningún estorbo. Esta ternura despertaba en nosotros situaciones de inocente suspicacia y desde ahí le inventamos que quería cambiar al abuelito de al lado por el lechero, que también era un anciano.

Quién no recuerda a esa abuelita tan tierna, cercana y acogedora a la que jamás llamamos de tú y que en nuestros enojos y bromas le demostrábamos que era nuestra y suya nuestra casa, nuestros anhelos y proyectos y también todas nuestras vivencias.

Su última anécdota fue días antes de morir, siempre nos había recomendado tuviéramos cuidado con las corrientes de aire que se producían dentro de la casa al quedar entre brisas opuestas; nos decía una y otra vez “ten cuidado con el aire, niño”. Jamás nos preocupó su recomendación, seguramente por no creer. El aire supuestamente acabó con su vida, pues estando en la mesa todos reunidos, de improviso cayó desmayada al abrirse la puerta y al cabo de una semana dejó de existir, dejando en nuestros sentimientos, además de una profunda pena, una frase a considerar por el resto de nuestras vidas: “ten cuidado con el aire, niño”.

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