Mauricio González
Amaneció el cielo de un rojo que se acentúa mientras avanza
la mañana. El aire apesta y todos deambulamos entre escombros, hurgando en los
restos que van apareciendo en el camino. Las cicatrices que dejó la catástrofe
son demasiado visibles, la basura va envolviendo lo que quedó de la gran urbe.
Nunca imaginamos este final.
Aunque los signos aparecieron mucho tiempo antes que
estallara la debacle: cada día se levantaba en la periferia – alejado de
nuestra vista – una enorme mole de cuarenta pisos de alto de desperdicios,
alargando su sombra sobre los ranchos de cartón que la rodeaban; ya no sabíamos
sanarnos, educar a nuestros hijos ni construir nuestras casas, pero seguíamos
anestesiados con la vida de los supermercados. Afanados en acumular, adictos al
espejismo que nos ofrecían, comiendo sin hambre, bebiendo sin sed, teniendo
sexo sin deseo, vivíamos deslumbrados por el lustre de lo recién nacido,
envueltos en el perfume de la novedad, obsesionados por mantenernos al dia con
el avance del progreso, despreciando lo viejo, lo obsoleto, sin memoria ni
respeto por los ancestros. Nuestra fascinación por lo desechable, por lo
instantáneo nos hacía creer que estaríamos más satisfechos, cuando en realidad
nunca nos llenábamos.
Mientras los países opulentos saqueaban las riquezas de los
más desamparados, con codicia y rapacidad sin límites, utilizándolos como
basural, nos demostraban el absurdo del Nuevo Orden impuesto a fuego y sangre,
Así, estuvimos un largo tiempo sumidos en esa amnesia narcisista, huyendo de
nuestra animalidad, hasta que nos convertimos en homo basural.
Hoy somos sobrevivientes, compartiendo la miseria con los
perros.
Un niño a mi lado, rascándose la cabecita, me pregunta ¿qué
pasó? Acariciando su pelo desgreñado le digo: por correr la basura para otro
lado, donde no se viera, terminamos por barrernos a nosotros mismos.
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