lunes, 31 de octubre de 2011

INSOLITO CAMPEONATO



                                                            Juan Ramón Cuello Formas
Agosto de 2008.



Manuel José se esmeraba lo más que podía en su trabajo.
El se daba cuenta que no era más que un gañán del Fundo Las Palmeras de esa hermosa zona central de Chile, al que la vida lo había llevado, pero no perdía la esperanza de cambiar su situación algún día.
Vivía con varios gañanes solteros, en una cabaña que el dueño del fundo había hecho construir para este propósito.
El trabajo era duro, y se llevaba a cabo entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde. El resto del día lo ocupaba en lavar su ropa, prepararse comida, y enseguida, noche a noche, entregarse a su afición favorita, que era leer cuanto viniese a sus manos, y con el diccionario al lado.
Don Rudesindo, el profesor de la escuela del lugar, le proporcionaba libros. Era así como había leído desde Salgari a Manuel Rojas, y de Graham Greene a García Lorca.
Sus compañeros se burlaban de él, aunque Manuel José también se las arreglaba para jugar con ellos largas partidas de brisca.
Su vida era plana, pero él la aceptaba bien. Se sentía contento de vivir lo que vivía. Amaba la naturaleza, y arar el día entero le gustaba, sobre todo el aspirar ese perfume inigualable que expele la tierra de labranza cuando es removida.
Admiraba los pájaros que iba dejando atrás, cuando estos, ávidamente se daban un festín con las lombrices que iban emergiendo de la tierra.

Pero un día sucedió lo inesperado.
Se descuidó de darle de beber a Rey Arturo, el caballo que le había sido asignado, y unido a la vejez del pingo hizo que, en medio del potrero cayera  éste fulminado. Su corazón no dio para más.
Ante esta situación el capataz del fundo, Salustio Salas se enfureció. Lo puso de vuelta y media y le ordenó preparara sus cosas para irse. Estaba despedido por irresponsable y descuidado.
-¡Agarra tus pilchas y te vai!, le gritó. ¡No quiero verte más por aquí!
Salas era conocido por lo implacable y bruto en su manera de ser. De bruscos modales era temido por todos.
Pero algo de bueno tenía.
Era hombre muy versado en el idioma castellano. Se había educado con los jesuitas quienes le habían endilgado por el camino de la gramática y de las letras, porque se percataron de su tremenda capacidad para ello.
Es así como se había transformado, casi sin darse cuenta, en un erudito que conocía el significado de inmensa cantidad de palabras, a través de la lectura de muchos escritores de los que había leído sus obras.
A él le había llegado la información de que Manuel José era también lector asiduo, pero nunca tuvieron ocasión de encarar el tema.
Era también mirado como pájaro raro por la gente del lugar.
Manuel José se dio a la tarea de arreglar sus cosas para irse. Le pesaba mucho dejar el fundo, a sus compañeros y amigos, y también recordaba con pena a Rey Arturo, el caballo que había dejado su vida en el trabajo.

Pero sucedió que se hizo presente don Eulogio Negrete, anciano muy querido y respetado del lugar. Había sido por largos años el brazo derecho del dueño del fundo, pero una mala caída del caballo lo había dejado inválido. Vivía allí rodeado de la veneración de todos.
Don Eulogio se apersonó al capataz Salas y le dijo con fuerza:
-¡Oiga don Salustio. Creo muy injusto echar al Manuel José. Usted sabe que el caballo estaba muy viejo y en cualquier momento se iba p,al otro mundo! ¡Le podía haber pasado a cualquiera!
¡Vengo a hacerle una proposición! ¡Ustedes dos son gente que sabe de libros!
¿Por qué no dirimen este asunto en un campeonato literario?
¡Quiero decir!, ¿ por qué no echan una apuesta de quien sabe más de palabras difíciles? ¡Yo sería el juez!, ¿qué le parece? ¡Usted sabe que yo no voy a hacer trampas! ¡Déle una oportunidad al cabro!, ¿quiere?
Salustio Salas se levantó de su asiento y caminó varios pasos. Volvió a sentarse, y al cabo de un largo silencio dijo: - ¡Está bien, haremos ese encuentro! ¡Diez palabras cada uno y basta.  El que acierta más, ese gana!

Manuel José cuando supo, palideció. Había leído mucho y se sentía feliz por ello, pero no creía ganarle a hombre tan culto.
A pesar de ello se dijo: ¿Y que pierdo? ¡Si está de Dios que me vaya, me iré, y si me quedo seguiré siendo el mismo, y nada más!

Esa misma tarde se despejó parte del granero, y se dispusieron las sillas para el encuentro.
Llegó don Eulogio Negrete en su silla de ruedas, y los contrincantes tomaron asiento. Una  nutrida galería de hombres de campo les rodearon.
La escena que presentaba aquello era de antología. Imposible que alguien de la moderna ciudad, distante tan sólo doscientos kilómetros de allí, pudiera pensar que, en medio del campo, vestidos con sencillos trajes, sus manos callosas y gastadas, unos hombres  rudos adivinaban palabras del diccionario para saber si uno de ellos abandonaba el lugar.
Pero así es la vida, y permite encuentros y situaciones impredecibles.

Primera pregunta para Manuel José, dijo don Eulogio.
- ¿Qué significa anguílido?
El gañán respondió correctamente.
Enseguida le tocó el turno a Salustio
- ¿Qué es caraña?
También respuesta satisfactoria.
Turno para Manuel José.
-¿Significado de fatría?
Correcto también.

Así se fue desarrollando el tira y afloja.
Al llegar a la pregunta número diez, don Eulogio preguntó a Salustio, el capataz:
- ¿Qué significa palíndromo?
Se hizo un silencio pesado. Salustio abrió los ojos y fue bajando lentamente los párpados.
Enseguida dijo: - ¡no lo sé!
Un murmullo se escuchó de los presentes, que don Eulogio hizo terminar con un resuelto ademán.
-¡Ahora tú, Manuel José! ¿Qué significa ello? ¡Si respondes bien tú ganas!
El muchacho se pasó la mano por el cabello, hizo un alto y dijo:
- ¡Es el escrito que tiene el mismo sentido leído de izquierda a derecha que a la inversa! Ejemplo: ¡Dábale arroz a la zorra el abad!

Un aplauso cerrado se escuchó, fuerte y prolongado.
Salustio se puso de pié, estrechó la mano de Manuel José y le dijo:
-¡Deshace tu maleta y guarda tus libros! ¡Te quedas!
¡Ah, y los libros míos están a tu disposición, de aquí en adelante!
Los huasos lugareños se sintieron muy orgullosos desde aquel día, de tener entre ellos a dos hombres recios, pero a la vez eruditos. No se daba eso en cualquier fundo.
A la mañana siguiente, don Eulogio, sentado en su silla de inválido, miraba satisfecho cómo Manuel José araba el campo con su nuevo caballo,  al que habían bautizado Palíndromo.



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