miércoles, 29 de junio de 2011

ANECDOTARIO DE GONZALO ROJAS




                                                   

                                                     Emilia Páez Salinas. 

     Algunas de las situaciones que cuento no corresponden a un anecdotario, muestran aspectos menos conocidos de la vida de este notable poeta que ha fallecido recientemente.
      En la primavera de 1998, Gonzalo Rojas llegó a México para recibir la primera edición del premio de poesía Octavio Paz. En lugar de recibir una llamada de su gran amigo, a quién llamaba “hermano de horizonte” fue informado de la muerte de Octavio Paz.
      En su obra “La otra voz de Gonzalo Rojas”, Fabienne Brandu nos dice que la presencia de Gonzalo fue para el pueblo de México en esos oscuros días, una especie de bálsamo. Gracias a él muchos entendieron que la poesía no muere con la muerte del poeta.
       La voz ronca del chileno en mangas de camisa con los tirantes rojos enmarcando su pecho de pulmonar aliento, los párpados caídos sobre unos ojos como ágatas rodando entre la lejanía y la calidez, su voz leyendo poemas que se entendían en su totalidad leídos por él, todo eso fue un consuelo. En Gonzalo Rojas oí, nos dice Fabienne Brandu, correr la sangre de la poesía en las venas de sus versos.
      Es en este momento cuando, previo acuerdo, mi amiga Yorka Gallegos lee el poema Urgente a Octavio Paz, de Gonzalo Rojas.



77 es el número de la germinación de la otra
Palabra, en lo efímero
de la vuelta
mortal
con tanto Octavio todavía
por aprender del aire, con tanta ceiba
libre que uno pudiera ser, si uno pudiera
ser ceiba en la tormenta con exilio
y todo en la germinación del número
de esta América de sangre con ventisquero
y trópico y grandes ríos
de diamante, sin más tinta
que esta respiración para escribir tu nombre más allá de las nubes
de México ciego hasta cómo decirlo
el otro México que somos todos cuando la aorta
del amanecer abre ritual el ritmo de las violetas
carnales de la Poesía, las muchachas de bronce que marchaban airosas al sacrificio
desnudas al matadero por nosotros antes de parirnos
altas en su doncellez hacia lo alto de los cóndores
desde donde jugarnos mientras caemos página
tras página en este juego de adivinos
del siempre y el nunca de las estrellas y tú te llamas por ejemplo
77 ángeles corno Blake y yo mismo me llamo
77 especies de leopardos voladores porque es justo que el aire
vuelva al aire del pensamiento y no muramos
de muerte y esto sea el principio Octavio
de otro principio y otro, y además no vinimos
aquí a esto.




       En su juventud alguien le preguntó qué era la palabra poética. Entre asfixia real y asfixia irreal – por esas fechas él era un tartamudo irremediable – le respondió en tres o cuatro líneas:

                                  Un aire, un aire, un aire
                                   un aire, un aire nuevo
                                   no para respirarlo
                                   sino para vivirlo


       En una ocasión una persona interrumpió  la lectura pública que hacía Gonzalo desde el fondo de la sala gritándole “Viejo retro, -¿Hasta cuando vamos a soportar tus versos que no se entienden? Devuelve de una vez el Premio Nacional “. De acuerdo, le respondió, pero ¿qué hago con el Reina Sofía, el José Hernández, de Buenos Aires y el Octavio Paz, de México?



       Solía lanzar un cuchillo a una mesa de madera y se sentaba a escribir sólo si el cuchillo se clavaba en la mesa.



       Un niño pobre, de unos diez años, en una escuelita pobre de Chiloé, le hizo una pregunta al poeta una vez terminada la lectura: “Oiga, poeta, y cuando usted termina de hacer una de esas poesías ¿no le funciona como que le quedó inconclusa?”
       Dice Gonzalo que le fascinó la consulta que dio en el clavo mucho más que cualquiera de esas formulaciones académicas sobre el ejercicio de decir el mundo.



       En el año 2006, el periodista Marcelo Mendoza hizo una entrevista al vate nacional. Fue publicada como parte del libro “Todos confesos”, aparecido en enero de este año.
      Algunas de las cosas que el poeta dice en esta entrevista:
      Chile es un país “miedoso y mierdoso” con mentalidad de “perro apaleado”. Confesó que echaba de menos, los puteríos, el olor a puterío. Me divertía eso, nos dice, parecía tan sucio, pero no era envilecedor. No es el puterío de la calle San Camilo de Santiago de Chile, que los había, y cinco o siete en Valparaíso, sino que es algo que viene de más lejos, de la España, de Grecia, de la Roma antigua. Los romanos eran puteros, pero tenían su gracia al compartir las niñas, las bacantes del burdel más remoto, a unos milímetros de su sacralidad. Cuando yo escribo poesías de amor, dice el poeta, y me brota la poesía no de amor, sino sexualizada,  no es una erótica de la carne, de que el pajarito se le pare bien a uno. No, no, no, no es eso. Todo es sagrado: el orgasmo es sagrado, el puterío aquel era sagrado, en el caso mío.

       De nuevo recurro a Yorka que esta vez lee Qedeshim  Quedeshoth, de Gonzalo Rojas.

Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté
con una en Cádiz belísima
y no supe de mi horóscopo hasta
mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir
más y más oleaje; remando
hacia atrás llegué casi exhausto a la
duodécima centuria: todo era blanco, las aves,
el océano, el amanecer era blanco.

Pertenezco al Templo, me dijo: soy Templo. No hay
puta, pensé, que no diga palabras
del tamaño de esa complacencia. 50 dólares
por ir al otro Mundo, le contesté riendo; o nada.
50, o nada. Lloró
convulsa contra el espejo, pintó
encima con rouge y lágrimas un pez: -Pez,
acuérdate del pez.

Dijo alumbrándome con sus grandes ojos líquidos de
turquesa, y ahí mismo empezó a bailar en la alfombra el
rito completo; primero puso en el aire un disco de Babilonia y
le dio cuerda al catre, apagó las velas: el catre
sin duda era un gramófono milenario
por el esplendor de la música; palomas, de
repente aparecieron palomas.

Todo eso por cierto en la desnudez más desnuda con
su pelo rojizo y esos zapatos verdes, altos, que la
esculpían marmórea y sacra como
cuando la rifaron en Tiro entre las otras lobas
del puerto, o en Cartago
donde fue bailarina con derecho a sábana a los
quince; todo eso.

Pero ahora, ay, hablando en prosa se
entenderá que tanto
espectáculo angélico hizo de golpe crisis en mi
espinazo, y lascivo y
seminal la violé en su éxtasis como
si eso no fuera un templo sino un prostíbulo, la
besé áspero, la
lastimé y ella igual me
besó en un exceso de pétalos, nos
manchamos gozosos, ardimos a grandes llamaradas
Cádiz adentro en la noche ronca en un
aceite de hombre y de mujer que no está escrito
en alfabeto púnico alguno, si la imaginación de la
imaginación me alcanza.

Qedeshím qedeshóth, personaja, teóloga
loca, bronce, aullido
de bronce, ni Agustín
de Hipona que también fue liviano y
pecador en Africa hubiera
hurtado por una noche el cuerpo a la
diáfana fenicia. Yo
pecador me confieso a Dios.



     Estábamos un día en una comida acá en Chillán, en el Hotel Riquelme, Neruda y muchos escritores de distinto pelaje. Estábamos todos en torno a él, en distintas mesas. Un amigo de Pablo y amigo mío se le acerca y le pregunta: Oye,  Pablo, ahora que estamos aquí ¿qué te parece ese joven que está por allá? dicen  que él es poeta. Se refería a mí. Entonces Neruda le contesta: “Gonzalo no es malo, pero escribe poquito”. Ése fue su juicio. El intrigante de mierda y simpático que era mi amigo fue volando hacia la otra punta de la mesa y me dijo: “Mira lo que está diciendo Pablo, que tú no eres malo, pero que escribes poquito”. Y a mí  me nació del alma esta frase: “Dile a Pablo que él es un genio, pero que escribe demasiadito”.




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