Miguel Angel Veragua Contreras
Era de profesión linotipista, a sus sesenta y cuatro años y después de trabajar en varios talleres pequeños con grandes sobresaltos, terribles estrés y neurosis de angustia, lo que esperó por casi treinta años venía a suceder ahora. El taller donde trabajaba ya no se financiaba con la escasa clientela, sólo una pequeña cantidad de “artistas” requerían del trabajo de las líneas que contenían la tipografía metálica, su antiguo amigo y dueño del taller le había comunicado que ya no podía seguirlo ocupando y que estaba despedido.
Obviamente para la ocasión estaba preparado, su reacción no podría ser otra que de profunda resignación y al margen de un par de lagrimones, su memoria estaba muy entera para recordar los años de gloria que vivió cuando su profesión era la reina de todas las del área de la prensa escrita, era muy considerado socialmente por su cargo y porque además sus ingresos en aquella época, décadas de los cincuenta, sesenta, setenta y parte de los ochenta, estaban a la altura de cualquier ejecutivo.
Don Rudecindo Cataldo Mora se llenó de recuerdos, poéticos recuerdos, remembranzas de hermosos libros escritos con sus manos de trabajador alegre y lleno de juventud y optimismo, con las cuales escribió piececitos de niño o sueños de una noche de verano y también a Neruda y Huidobro.
Qué embrujo y qué hermosura recordar la ejecución de un libro, aquel que realizaban múltiples manos: las del diseñador, del maquetista, manos del que su misión era mantener el crisol del fundido del metal: plomo estaño y antimonio, necesarios en la formación de las líneas de linotipia, manos del tipógrafo encargado de hacer los moldes justificados a la perfección y luego atados con el cordel de cáñamo que permitía transportarlo a la rama para ser pasado a la máquina tipográfica, manos diestras en el alzado y pegado de los pliegos que en algunos casos además de diestras eran delicadas, asomo del ingreso femenino al trabajo gráfico.
Cómo no recordar el trabajo realizado en los diarios, ahí debía trabajarse con varios magazines o matrices de acuerdo a la variedad de la familia de los tipos a utilizar en la publicación, obligando a utilizar el máximo de posibilidades que daba la linotipia.
Qué despliegue humano y de material metálico para poder realizar lo que sería el diario impreso en el humilde papel llamado vulgarmente de imprenta. Los turnos que terminaban de madrugada alternando las tertulias con los periodistas en algún restaurante y que finalizaban cuando la luz del alba los sorprendía.
¿Acaso el libro de hoy no carece del embrujo de aquellos años? El grueso papel áspero y amarillento utilizado entonces, llamado técnicamente Voluminoso, llamaba a abrir sus páginas, es que infundía calidez y nos retenía más allá de lo que sus letras decían, al tacto la visión y además su peso con tosca presencia, cómo influían en el cerebro humano?
Será que la frialdad del libro de hoy tan bien hecho, se deba a la falta de calor en su fabricación como lo era antes al calor del fundido del metal junto a las caricias de rudas y delicadas manos?
Al recordar todo esto, don Rudecindo respirando profundamente dejó escapar una sonrisa de íntimo orgullo, jamás le podrán negar que en cierto tiempo fue tan importante que llegó a ser objeto de menciones literarias de los mismos escritores y poetas, caso que tal vez no ocurra con quienes hoy lo han reemplazado.
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