EL
PADRE
Palmenia
San Martin Torrejón.
Siempre le llamaron el
padre de los necesitados. Era muy querido. Vivía como un santo. Comía lo que
producía su huerta y lo que proveía su gallinero. Su modesta vivienda estaba
junto a la pequeña iglesia.
Por la mañana muy
temprano comenzábamos nuestro recorrido; él atendiendo almas, yo, recolectando
las yerbas que curarían sus cuerpos.
A pesar de los años yo
soportaba bien mi rutina. A él el reumatismo no le daba tregua; a pesar que era
relativamente joven, no creo que tuviera cincuenta años aún.
Casi todos los días
encontraba a la vieja Asunción que caminaba penosamente, llevando un atado de
leña: - Buenos días, hija – le decía – deja ayudarte, y llevaba su carga casi
hasta el cruce; porque allí se separaba de ella, para pasar a darle la comunión
a la esposa de Gumercindo Araya, a quien una larga enfermedad mantenía
postrada.
Cuando coincidíamos en
el camino, conversábamos un momento para descansar.
.¿Cómo va la recolección? – me preguntaba-
-Más o menos, padre, la helada de anoche quemó casi
toda la yerba…
Un día, al llegar a la
cumbre, encontró a Lucinda (la deficiente mental), paseando un envoltorio y
cantando una canción de cuna. Las lágrimas corrían por su cara. Lo vi cuando
llegaba junto a ella y sacando el pañuelo limpió sus ojos. Yo recolectaba poleo
cerca de ellos, cuando me dijo:
- A ver,
¿tiene la meica del pueblo algo para quitarle la pena a esta chiquilla?
- Si padre, una agüita de melisa la pondrá contenta
de nuevo.
- Déjale un manojito a su madre ¡por favor! Ya que
viven tan solas y alejadas de otros seres humanos, al menos que no pasen penas.
Ahora, Lucinda, cuéntale al padre, por qué tienes pena.
– Todas las mujeres tener hijos, Lucinda no tiene
uno.
Entonces el
padre comprendió cuánto había crecido la muchacha. La niñita que él viera
crecer, ya era toda una mujer. Acarició su pelo y poniendo el brazo sobre sus
hombros se alejaron caminando. Alcancé a escuchar cuando le decía.
– Lucinda, pídele al Padre que te mande un hijo. Él
siempre escucha, hija. Siempre escucha.
Ese mismo año, murió la vieja Asunción y al padre le
dio pleuresía. A puras yerbas lo mejoré.
Cuando terminó su convalecencia había pasado casi un
año.
El día que reanudó su trabajo, me dijo mientras
caminábamos:
– El camino
no parece el mismo sin la vieja Asunción arrastrando su atado de leña.
- Si, le contesté, ni mis yerbas pudieron salvarla.
Luego nos separamos cuando pasó a ver a Gumercindo,
que había enviudado mientras él estaba convaleciente, pero quedamos de
juntarnos para bajar juntos.
Cuando llegó a la cumbre, Lucinda paseaba su
envoltorio cantando una canción de cuna. Él se acercó, levantó la punta del
chal y acariciándole, le dijo con ternura:
- ¿No te dije Lucinda? El Padre siempre escucha.
Siempre escucha.
Y juntos caminaron hasta perderse de vista. Los miré
y me dije: - No sigas pidiendo, Lucinda, no sigas pidiendo.
………………………………….
No hay comentarios:
Publicar un comentario