lunes, 19 de noviembre de 2012

EL PADRE















 EL PADRE                                      

Palmenia San Martin Torrejón.


Siempre le llamaron el padre de los necesitados. Era muy querido. Vivía como un santo. Comía lo que producía su huerta y lo que proveía su gallinero. Su modesta vivienda estaba junto a la pequeña iglesia.
Por la mañana muy temprano comenzábamos nuestro recorrido; él atendiendo almas, yo, recolectando las yerbas que curarían sus cuerpos.
A pesar de los años yo soportaba bien mi rutina. A él el reumatismo no le daba tregua; a pesar que era relativamente joven, no creo que tuviera cincuenta años aún.
Casi todos los días encontraba a la vieja Asunción que caminaba penosamente, llevando un atado de leña: - Buenos días, hija – le decía – deja ayudarte, y llevaba su carga casi hasta el cruce; porque allí se separaba de ella, para pasar a darle la comunión a la esposa de Gumercindo Araya, a quien una larga enfermedad mantenía postrada.
Cuando coincidíamos en el camino, conversábamos un momento para descansar.
.¿Cómo va la recolección? – me preguntaba-
-Más o menos, padre, la helada de anoche quemó casi toda la yerba…
Un día, al llegar a la cumbre, encontró a Lucinda (la deficiente mental), paseando un envoltorio y cantando una canción de cuna. Las lágrimas corrían por su cara. Lo vi cuando llegaba junto a ella y sacando el pañuelo limpió sus ojos. Yo recolectaba poleo cerca de ellos, cuando me dijo:
 - A ver, ¿tiene la meica del pueblo algo para quitarle la pena a esta chiquilla?
- Si padre, una agüita de melisa la pondrá contenta de nuevo.
- Déjale un manojito a su madre ¡por favor! Ya que viven tan solas y alejadas de otros seres humanos, al menos que no pasen penas. Ahora, Lucinda, cuéntale al padre, por qué tienes pena.
– Todas las mujeres tener hijos, Lucinda no tiene uno.
 Entonces el padre comprendió cuánto había crecido la muchacha. La niñita que él viera crecer, ya era toda una mujer. Acarició su pelo y poniendo el brazo sobre sus hombros se alejaron caminando. Alcancé a escuchar cuando le decía.
– Lucinda, pídele al Padre que te mande un hijo. Él siempre escucha, hija. Siempre escucha.
Ese mismo año, murió la vieja Asunción y al padre le dio pleuresía. A puras yerbas lo mejoré.
Cuando terminó su convalecencia había pasado casi un año.
El día que reanudó su trabajo, me dijo mientras caminábamos:
 – El camino no parece el mismo sin la vieja Asunción arrastrando su atado de leña.
- Si, le contesté, ni mis yerbas pudieron salvarla.
Luego nos separamos cuando pasó a ver a Gumercindo, que había enviudado mientras él estaba convaleciente, pero quedamos de juntarnos para bajar juntos.
Cuando llegó a la cumbre, Lucinda paseaba su envoltorio cantando una canción de cuna. Él se acercó, levantó la punta del chal y acariciándole, le dijo con ternura:
- ¿No te dije Lucinda? El Padre siempre escucha. Siempre escucha.
Y juntos caminaron hasta perderse de vista. Los miré y me dije: - No sigas pidiendo, Lucinda, no sigas pidiendo.
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