lunes, 19 de noviembre de 2012

DIONISIA



        



DIONISIA                 
(Segundo Lugar Categoría cuento XIV Concurso 
Literario  Municipalidad de Las Condes)
                                          
                “Es mejor morir de vino que de tedio”  Jorge Teillier 

     Dionisia se encuentra en el interior de una bolsa de lino, provista de un largo tirante de envejecido cuero para colgarla del cuello. Su nombre está escrito en griego antiguo con hilo de un color indefinido por el tiempo. El precio de venta en una tarjeta rectangular indica $900 y, aunque intento ubicarla en un lugar destacado, la insignificante bolsa se pierde entre las varillas de incienso, aretes de fantasía, platillos con hermosas piedras de ónix, además de un sinfín de chucherías. Nunca he sido un artesano y la razón del local Nº 25, arrendado en la feria artesanal, tiene como único propósito vender esta piedra al individuo preciso. Aquel que no consulte demasiado, falto de curiosidad y la guarde en un abandonado cajón de algún armario. Ruego a los Dioses del Olimpo que el interesado nunca llegue a conocer el poder de esta magnífica piedra y del poderoso dominio que ejerce sobre los seres humanos.
     Todo se inició en el balneario de Quinteros, al momento en que el hombre obeso, quien dijo ser marino mercante, depositó la bolsa en mis manos, solicitando por ella $1.000. El gordo, al recibir el billete, debió responder a todas las inquietudes. Dijo haberla adquirido en la isla de Córcira, una de las islas Jónicas conocida en la antigüedad con el nombre de Corfú y el nombre escrito en griego antiguo corresponde a Dionisia.  La curiosidad mató al gato y en esa oportunidad pasé a convertirme en el curioso gato. Apoyado en el maletero del auto, abrí la bolsa en cuestión, y de ella extraje una piedra negra con manchas rojas de unos 4 centímetros de largo por 2 centímetros de espesor. Al principio, creí que ante mis ojos tenía un cabujón, que son piedras preciosas poco pulimentadas y sin talla. Quedé convencido de haber logrado un buen negocio.
     Transcurrieron algunos meses en que la bolsa permaneció en el cajón central del escritorio. En una de esas tardes en que el ocio te abraza tiernamente y sólo permite observar el jardín, oír el trinar de los zorzales unido al movimiento de la cabeza en una cálida invitación al sueño. Por inercia, busqué una mayor comodidad para los brazos y piernas, moviendo la silla y abriendo el cajón del escritorio. Al mirar en el interior me percaté de la abandonada Dionisia y de la suciedad que cubría al envoltorio. Decidí lavarlo y eliminar de paso la modorra que, de continuar, terminaría en un profundo sueño. Al efectuar esta acción comenzaron las sorpresas. El agua se tiñó de un color semejante al vino y la peculiar fragancia del brebaje me envolvió. Asombrado, eliminé el líquido e inicie un nuevo lavado, el resultado fue idéntico al anterior y la bolsa mantenía el aspecto inicial. Desde ese momento comenzaron las investigaciones sobre Dionisia. La piedra que, por extraño destino y prodigiosa característica, estaba en mi poder.
     De la Biblioteca Municipal a la Biblioteca Nacional y en uno de los libros sobre mitología descubrí a Sileno, el creador de esta piedra que fue entregada con posterioridad al dios Baco o Dionisio. El dios la utilizaba para difundir a través del vino, la felicidad y la alegría entre sus devotos. Sileno, dotado de gran sabiduría, capaz de conocer el pasado y prever el futuro, fue el responsable de la educación del dios.        La educación de Dionisio fue en el valle de Nisa, bajo el cuidado de las ninfas, las Musas, los Sátiros y las Ménades; además de Sileno descrito como un viejo sátiro, obeso y de un aspecto grotesco, muy parecido al marino mercante que me vendió la piedra en Quinteros. Al fin encontraba la repuesta al lavado de la bolsa en la definición sobre Dionisia: “Una piedra negra con manchas rojas que, según los antiguos, comunicaba al agua sabor y color del vino”.
     En la hora del conticinio inicie los experimentos. A esa hora se cocina cosas impensadas para las mentes inocentes y descuidadas. Utilicé el vital líquido a diferentes temperaturas, y nada. Aguas con diferentes porcentajes de sales, aguas de vertientes, destiladas y el resultado igual a la primera vez, un aguapié. El aguapié es un vino de baja calidad, con sabor a orujo de uva y  muy aguachento. Estaba convencido que los pobres griegos bebían esta porquería, cuando el accidente inesperado que ayuda al incipiente científico se presento en mi ayuda. Vencido, y la piedra sumergida en un balde con agua potable, recordé el mejor tinto bebido en mi vida, fue la solución. Cerré lentamente los ojos y evoqué la tarde de enero en mi juventud. Mi padre con uno de los primos mayores, nos envió a las viñas cercanas a comprar vino. Las viñas y bodegas se encontraban a los alrededores del cerro Name, en Cauquenes, Maule. En la carreta amarraron un pequeño tonel para traer el buen mosto pipeño, necesario para agasajar y refrescar a los vecinos que voluntariamente ayudarían en la trilla. A cambio del trabajo, mis abuelos obsequiarían vino, comida, canto y baile. En verdad, el vino encontrado en una de las bodegas estaba picado, muy ácido, casi vinagre. Decidimos comprarlo a un precio irrisorio y convencido que después del segundo o tercer trago le encontrarían aceptable. El dueño de las viñas, al cerrar el trato, unido a un apretón de manos nos sirvió en una jarra de acero galvanizado un vino de la casa, sólo para su consumo personal y festejar a sus jóvenes clientes. Bebimos una exquisitez, un mosto muy especial, algo seco, áspero, bastante grueso pero, de un sabor y fragancia que nunca olvidaré. El resultado fue que la yunta de bueyes regresó con los conductores dormidos a la casona familiar.
    Después de estas evocaciones observé la vasija de los experimentos. El líquido poseía las características del vino de mis evocaciones. Bebí con lentitud y, de nuevo, ese inconfundible sabor estaba en mi boca, el dulzor de la uva y la fragancia tan particular. La fuerza de la tierra y la grandeza de las viñas maulinas estaban presentes en todo su esplendor. El secreto consistía en desear el mejor vino y Dionisia le hacía realidad. Esa noche, la cantidad ingerida fue de varios litros y asombro ¡Nunca me embriagué, podía beber sin límite alguno! A mayor consumo la alegría se presentaba desenfrenada. Las preocupaciones se desvanecieron junto con los temores. La confianza llegaba victoriosa a la meta, impulsándome a grandes acciones. Sentía en mi interior la presencia de una fuerza superior, divina. Creía estar dotado de poderes semejantes a los dioses del Olimpo. El miedo se doblegaba ante el valor que nacía. Comprendí el poder de Dionisio, el dios de las artes y su dominio ejercido sobre los mortales. Escribí un ditirambo en honor al dios en los instantes de mayor efusión.

Dionisio te has dormido
No resuenan las laudes
Ya no tocan los tambores
Las viñas se han secado
Y el vino se ha terminado
Ya no se toma vino ni se canta
Ha cesado el bullicio de las fiestas
Los corazones alegres ahora están tristes
El vino se ha terminado
Despierta Dionisio, despierta
Las fiestas desaparecen de las ciudades
Las plazas están sin vida, silentes
La gente se queja en las calles
Porque no hay vino
Ya no se toma vino ni se canta
Ha cesado el bullicio de las fiestas
Despierta Dionisio, despierta.

    Pasaron varios días y todas las pruebas resultaron a la perfección. Los libros sobre enología aumentaron los conocimientos sobre el vino y los estudios sobre la materia fueron de gran ayuda. Y aún así, decidí una última verificación La noche del 30 de agosto preparé distintos brebajes y los envasé en varias botellas etiquetadas según la cepa: vinos jóvenes con bouquet suave y aroma frutal; otros como el Merlot de estructura mediana y fragancia a grosellas que se confunden con notas de humo y café; Cabernet Sauvignon, de 1910, con tecnología francesa; los Pinot, Carmen Margaux, los Rhin; además los dulces y fragantes del norte, maulinos y chillanejos. Las botellas guardadas en cajas como un tesoro en el portamaletas del auto en espera de la celebración de Ramona, el 31 de agosto, todas ellas dispuestas para la prueba final. Por unos instantes de locos pensamientos que alteraron mi fe, imaginé a la Dionisia en manos de Cristo, en las Bodas de Caná.
     Los invitados a la fiesta sin excepción encontraron en los vinos el elixir de los dioses. Pronto, la música y el baile despojaron las máscaras. Los introvertidos transformados en locuaces y delirantes; los puritanos en desenfrenados; otros, siempre correctos en groseros y atrevidos. El teatro excitante estaba presente y otras máscaras mostraban otros rostros.  Para mí fue una noche emocionante. La fiesta que producía placer y agrado debido al vino, poco a poco, lograba salvajismo y locura. La embriaguez oscurece los cerebros logrando que se pierda el control y alterando a los seres humanos hacia el comportamiento de bestias. En cambio el vino no ejercía ningún efecto negativo sobre mí; todo lo contrario, dominaba el escenario alentándolos a las bajezas y a continuar bebiendo. De pronto recordé a los dominados por el alcohol, entre ellos, a mi padre. Mi padre encontró el hogar de los sin hogar, la parada final en donde habitan los perdedores que solamente desean una botella de vino. En ese lugar no se conocen los nombres, no se usan; esos miserables hombres de esqueletos carcomidos ya no necesitaban sus nombres. El dolor de sus vivencias negativas me dio a conocer que en mis manos tenía un poder incontrolable. Soy un pequeño mortal y esta potestad sólo pueden dirigirla los dioses Por esta razón, decidí vender este talismán asombroso que, en un instante convoca a la alegría, con el tiempo es creadora de hombres y mujeres oscuros que terminan en una horrible muerte. Ellos, al final, dejan una triste memoria de su paso por esta vida. Recordé de la mitología judía en el Tanaj el relato mitológico del vino y Noé.
     “Samael, el ángel caído, se había acercado a Noé esa mañana y le pregunta.
-        ¿Qué estás haciendo?
-        Estoy plantando vides. Respondió Noé
-        ¿Y qué es eso?
-        El fruto se come seco o fresco, es dulce y produce vino para alegrar el corazón del hombre. Agregó Noé.
-        Vamos, compartamos esta viña, pero no invadas mi mitad para que yo no te haga daño. Exclamo Samael.
Cuando Noé accedió, Samael mató un cordero y lo enterró debajo de la vid, luego hizo lo mismo con un león, un cerdo y un mono; de modo que sus vides bebieran la sangre de los cuatro animales. Por ello aunque un hombre sea menos violento que un cordero antes de probar vino, después de beber un poco, se jactará de ser tan fuerte como un león, si bebe en exceso será como un cerdo y ensuciará sus ropas; y si sigue bebiendo será como un mono, se tambaleará lentamente, perderá el juicio y blasfemará contra Dios, Y eso fue lo que le sucedió a Noé.”
     Hace algunos días abandoné el local para almorzar y la señora Leticia, quién me reemplaza a esa hora, vendió la piedra. Al comprador le recuerda vagamente. Respiré profundo y sentí libre mi espíritu. El objetivo lo creí cumplido.
     En septiembre celebré mi cumpleaños. Familiares y amigos vinieron a visitarme. Los que asistieron a la fiesta de Ramona, preguntaron insistentemente por los deliciosos vinos bebidos en esa oportunidad. Aduje que por falta de tiempo y dinero no fue posible conseguirlos pero, en cambio, les esperaba un pipeño Italia frutoso y dulzón. El momento de corear el infaltable cumpleaños feliz y apagar las velas sobre la torta, se presentó con impresionante alegría. Además de la insistencia de abrir los paquetes de regalos emociona hasta el esqueleto. A las voces del coro, que los abra, que los abra, inicié la ceremonia. En ellos: camisas, corbatas, lociones, cortaplumas y una misteriosa caja sin identificación. Abierta la caja ante mí, estaba la bolsa de lino verde con el nombre en griego antiguo de Dionisia. A las preguntas sobre el misterioso paquete, respondí lacónico.
-        Es una broma de Sileno, un viejo de mierda alterador de mi destino.
     Por eso continúo en el local Nº 25. Disminuí el precio, pensando en el cuento “El demonio en la botella”.  Puede ser una de las razones del porqué Sileno devolvió el talismán. Espero impaciente al comprador, ese que no pregunte y guarde esta prodigiosa piedra como amuleto para la buena suerte. Además estoy convencido que solo yo puedo vender a Dionisia. Al observarla me parece oírla cantar en el interior de la bolsa.

            El vino es un joven bonachón y alegre
            Sucede que quiere iluminar la noche
           Y baja a las aldeas, envuelto en una manta
           Yo, Dionisia, invita a entrar
           A la casa del vino
           Cuyas puertas siempre abiertas
           No sirven para salir.

                                                     

                                              Mario Alfredo Cáceres Contreras
                 
                                         
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