lunes, 19 de noviembre de 2012

REENCUENTRO




PRIMER PREMIO NARRATIVA


REENCUENTRO
                                   Elena Hermosilla Cisternas



¡Ernesto! ¡Ernesto! ¡Eres tú! ¿Cierto? ¡Ernesto!... Le llamo, le grito, casi. Varias personas me miran, pero él no. Pienso…Sé que han pasado ya muchos años, pero creo que él es único. ¡Cómo me voy a equivocar tanto! Aunque no me encaja que esté de pasajero en este recorrido. No me lo imaginaba andando en micro. Si en los años 70 ya tenía su auto. ¿Cómo entonces?...Estamos llegando al paradero Forestal y los recuerdos vienen a mi mente. Cómo olvidar aquellos tiempos que, aunque lejanos, me marcaron de por vida. Insisto y le toco el hombro. ¡Ernesto, eres tú! Y recibo como respuesta una mirada perdida, lejana, vacía…¡Sí! ¡Eres tú! ¿Pero qué ha pasado? ¿Quién o qué te ha dejado así? ¡Si tú eras mi Príncipe! ¡Aquel con quien yo soñaba a escondidas!...El chico alto de pelo dorado y bellos ojos grises con los que me encontraba a veces, y que hacía que me ruborizara. Inalcanzable, era la palabra. Sólo un sueño para mi…Un burgués, decían los “compañeros”. Un desclasado que seguramente quiere llevarle la contra a su papito. ¿Qué hace acá en esta población marginal?, decían otros. ¡Éste sólo está disfrazado de revolucionario!...Pero para mi era perfecto. Tan lindo, tan líder. Sobre todo cuando íbamos a las columnas de apoyo al Compañero Presidente, y él encabezaba las columnas, con las banderas rojas y negras y con las consignas revolucionarias: “¡Pueblo, Conciencia y Fusil!”…Mientras, desde los edificios nos atacaban con groserías o nos tiraban todo tipo de cosas.
Eran otros tiempos ¡Qué ilusos! ¿Cómo no nos dimos cuenta? Si no había que pensar mucho para comprender que todo era sólo un sueño. Y duró tan poco. O quizás fue demasiado. Los poderosos en Chile y en todo el mundo no tienen tanta paciencia con los “rotos metidos a gente”. ¡Qué lata más grande! ¡Mírenlos! Confundiéndose con la gente de bien en las universidades o en los organismos públicos. ¡Esto hay que pararlo! ¡Y más encima, estos cabros de mierda que lo tienen todo, se meten a apoyarlos! Yo no sé por qué lo hacen. ¡Por llamar la atención será! En vez de defender a su clase. ¿No se dan cuenta de todo lo que nos ha costado formar este país, y el sentido que tiene ser chileno? Si no fuera pos nosotros, estos rotos serían unos ignorantes, unos indios. Aunque estos cabros seudo revolucionarios necesitan plata o bencina para el auto no tienen escrúpulos y estiran la mano no más. Total, para eso están los padres.”
El Centro Comunitario de la población era un lugar de encuentro en donde llegaban los pobladores y gente de diversos partidos de izquierda. Fue así como les conocí. Ellos se distinguían porque sin presentarse se notaba la clase social de donde provenían, el porte, la forma de expresarse, en fin, todo. Más que pensar en el interés político, yo pienso que este grupo de muchachos eran un sueño para nosotras, algo así como nuestros héroes de las películas.
Sé que debo bajarme. Ya estoy cerca de mi trabajo, pero quiero saber más de ti, Ernesto, qué pasa con tu vida, en fin, qué fue de los demás compañeros. ¿están en Chile? ¿Están vivos? ¡Cuéntame, por favor! No te quedes en silencio, porque no entiendo nada. Yo tengo mucho que contarte también. Pero, por favor, te ruego, ¡Háblame!
Fue una noche en que se presentaron los Quilapayún con sus largos ponchos negros en el  Centro Comunitario. Mientras coreaba una de las canciones noté que estaba a mi lado. Sentí su mirada y luego su mano tomando la mía. Creí que estaba soñando, y me dejé llevar por la música y el momento. Cuando terminó la presentación nos fuimos a su auto a conversar. Él me contó de su vida y de la necesidad que tenía de luchar por sus ideales al igual que otros compañeros. Me contó que la vida no era igual para todos, me habló de la injusticia, de los que lo tenían todo y de las diferentes realidades que existían. Me dijo que si yo me lo proponía, algún día podría estudiar en la universidad, tal como él ahora, y llegar a ser una profesional.
Esa noche fue crucial para mi vida. Nunca olvidé esa conversación, ni la pasión con que exponía sus ideas. Aunque tenía solo 17 años y grandes carencias económicas, creí en sus palabras, y pensé que quizás alguna vez podría lograr otra vida. Si, podría ser. Si él lo decía es que era posible.
Cuando terminaron las canciones, se despidió de mí con un abrazo y un beso en la mejilla. La verdad es que me sentí en las nubes y así llegué a mi casa, donde me retaron por salir sin permiso y por lo tarde de la hora. Pero no me importó, porque fue tan emocionante compartir esos momentos con Ernesto que valieron la pena los retos y el posterior castigo.
Esa fue la última vez que lo vi, el día viernes 7 de septiembre de 1973. Después todo cambió. El bombardeo a la Moneda, la muerte del Presidente, los allanamientos, los vecinos que se llevaron presos y que nunca volvieron, los desaparecidos, el miedo…y también el olvido que hace que lo terrible e importante se vaya perdiendo a lo largo de los años. Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de los amores que después tuve, y sobre todo, por encima de la dureza de la vida que nos tocaba vivir, yo seguí pensando en él, esperando verlo en cualquier momento, y recordando ese beso que marcó esa obligada despedida.
Varias veces me pregunté qué había ocurrido con los compañeros más conocidos, y sobre todo con los que venían de los sectores altos. Después del golpe de estado, la mayoría pensaba que ellos no tendrían problemas, ya que al fin y l cabo todos los ricos se conocen y se protegen entre ellos, y tienen los medios para manejar las situaciones difíciles. ¡Qué equivocados estábamos! El tiempo nos ha mostrado la realidad, pues el dolor esa vez golpeó a tantos y tan fuerte que no importaron clases sociales o familias de apellidos rimbombantes.
Recuerdo que hace un tiempo me encontré con Mariana, y a ella le pregunté por los “compañeros”. Me contó que algunos estaban muy bien, pero que otros estaban desaparecidos o exiliados, y que tú habías estado detenido, que te habían torturado, y que después habías pasado un tiempo en una clínica psiquiátrica. Yo no lo podía creer. Recuerdo que tú estudiabas en la Facultad de Arquitectura y todos decían que eras “brillante”. No podía ser que terminaras mal. Pensé que ella exageraba, pero ahora que no encuentro tu mirada y veo que tus manos tiemblan, me doy cuenta de que ya no estás, que te quedaste en aquellos años, cobijado en la ilusión de un país más justo, o en el terror de los días oscuros que viviste, o escuchando tal vez el eco de las duras palabras de tu padre, que te debe haber recriminado por tratar de ir por un camino distinto al que te había trazado. “Te lo advertí, huevón, no te metas en líos. Tu madre también te lo dijo, Ernesto, pero dale con que los pobres nos necesitan y que la conciencia social y tanta huevada junta. ¿Para qué, digo yo? Te eduqué en los mejores colegios. Siempre lo tuviste todo, y nos haces pasar por esto. Afortunadamente aún tengo mis contactos, por lo que logré sacarte antes de que te desaparecieran. Y ten en cuenta que lo hice por tu madre, por el amor que le tengo, para que no siguiera llorando, porque si fuera por mí, te habría dejado no más, porque tú te lo buscaste. Ahora te veo y me das lástima. ¡Solo eso provocas. ¡Lástima!”.
Ya me debo bajar, y aunque trato de encontrar señales en sus ojos grises, ahora sólo los veo oscuros y sin brillo… y me quedo con tu recuerdo. Me bajo rápido, sin mirarte de nuevo. Tampoco podría verte. Las lágrimas me nublan la vista. Y tú tampoco me ves. Me apuro, pues debo ir a mi oficina, donde me esperan tantos casos que debo resolver. Lo conseguí, querido Ernesto: ya soy abogada. A pesar de todo, lo conseguí. Gracias, Ernesto, gracias.

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