Patricia Franco
La gente se preparaba con expectación al acontecimiento, se comentaba quienes vendrían, la televisión le dedicaba toda su cartelera. Nunca me entusiasmó la idea, no tengo idea por qué.
Cierta vez, pasando unos días en Viña del Mar, me encontré con un antiguo amigo, que, sin hacer caso de evasivas y firmes negativas, logró convencerme por cansancio. Corría el año 1972, aquel de ilusiones y expectativas, cuando asistí por primera y última vez al mentado Festival.
La gente iba instalándose con mucho ruido y crujidera de envases con golosinas para matar el hambre por venir, pero a medida que iba pasando el tiempo, comenzaba a aburrirse.
Ese año estuvieron de moda los sombreros de paja para hombres y mujeres, exhibidos en los infaltables puestos callejeros. Al primer tipo se le ocurrió la idea. Cogiendo el sombrerito con que se adornaba el sentado en la grada más abajo, lo lanzó con gran impulso hacia el cielo nocturno. Gran gritadera, todos querían cogerlo, el que lo agarraba volvía a elevarlo cada vez más rápido hasta terminar desintegrándolo. A continuación, todos los ensombrerados recibieron la misma atención deportiva. Volaban los proyectiles de paja por toda la galería hasta que se acabaron y los sufridos destocados, primero sorprendidos, después indignados, vieron caer los restos como polillas desmayadas y terminaron por sucumbir a la resignación ante el frenesí de la masa.
Pasaron raudos unos segundos de pausa, hasta que un gracioso avistó a una niña que miraba con ojos divertidos el espectáculo previo, abrazada a una gran muñeca vestida de celeste. Con rápido gesto, arrebató el juguete a la chica y al aire voló en medio de la euforia del público. La afectada rompió a llorar pidiendo auxilio a sus padres, pero nada podían hacer mientras la favorita volaba de mano en mano hasta terminar despresada, su cabeza de melena de oro era ya una pelota y torso, brazos y piernas se usaban como armas arrojadizas. Justo cuando la multitud buscaba afanosamente a la próxima víctima, temí que le llegara el último día de vida a un bebé que tenía cerca, cuya madre, asustada con buenas razones, lo tapó con un chal por si las moscas. Se salvó por un pelo o mas bien por un trompetazo que fue el anuncio, no del juicio final que podría haberse acercado, sino del comienzo del espectáculo.
En ese momento, me preparé para lo peor, el monstruo se lanzó con toda su batería de chillidos al aparecer uno de los primeros concursantes. El cantante se presentó en forma natural, sin brillo de lentejuelas ni dientes de caimán. Comenzó una prometedora melodía en las cuerdas y se puso a cantar una hermosa canción. Quizá fue porque su voz era de tono alto, o él era muy bajo o escaso de colorinches, pero no lo dejaron seguir y no pude escuchar nada del resto que mucho prometía.
Me dio rabia presenciar la brutalidad de esa gente y me dieron ganas de irme, pero habría sido descortés con quien me invitaba, por lo que seguí pegada al asiento por indecisa.
Una de las invitadas especiales fue Miriam Makeba, en extremo popular por esos días por su célebre Pata pata…
Simpatizando con el pueblo, gritó: “Vive la révolution chilienne” pero esa gente recibió el homenaje como picada de avispa y lanzó una tremenda rechifla que acalló las protestas de algunos, En respuesta, la cantante le volvió la espalda y respondió a ritmo de caderas. A duras penas logró terminar su actuación, abreviada por los vándalos.
Al final, triunfó en la competencia un moreno alto, no muy memorable de cara pero de buena percha forrada en lentejuelas, mostrando una dentadura de caimán y experto en tragarse al público con su canción Julie. Era Julio Bernardo Euson y tuvo éxito en el país después de esa presentación.
Pero nunca quise repetirme ese encuentro cercano con la muchedumbre endiosada, bárbara y sedienta de diversión a cualquier costa, esperando ver brotar la sangre de otros y responder luego a coro ante la rendición de cuentas: “¡Fuenteovejuna, señor!”.
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