domingo, 24 de abril de 2011

ALMEJAS CON LIMÓN




                                                                           Eugenio Baeza

Caminaba a paso rápido, agitado, mirando constantemente hacia atrás, tropezando a ratos, apoyándose en las murallas.
Se hubiese echado a correr hacia cualquier parte, pero la tenue claridad del día que recién despuntaba, lo cegaba; imágenes borrosas, sombras, degradés. Buscaba con desesperación y por sobre todas las cosas, no enfrentar esa claridad.

Entró a un restaurante y se acomodó en una de las mesas que estaban pegadas a la ventana. Desde ahí se podía observar la playa, la caleta, los botes, los pequeños puestos de los pescadores limpiando pescados, arrojando entrañas a la arena y las nubes de gaviotas aterrizando en grupos sobre ellas, disputándoselas, alzando el vuelo con rapidez ante el acoso de los perros, para dejarse caer nuevamente.

Pero él no lo veía, estaba cabeza gacha, aferrado a un vaso de aguardiente que luego vació de un trago. Levantó una mano, llamó la atención de la mesera y agitó su vaso para que se lo llenara.
La mesera se acercó a la mesa con un plato atestado de almejas y un pocillo con limones partidos a la mitad.
-         Permiso . dijo – aquí está lo que pidió – y comenzó a dejar platos, pocillos, un trozo de pan y cubiertos sobre la mesa.
-         Me trae otro vaso de aguardiente, por favor.
-         Claro – respondió la mesera, que primero acomodó las sillas de las mesas restantes, limpió manteles, y
desapareció hacia la cocina para aparecer al rato con otro vaso de aguardiente.
El sentía que bebiendo podría sacarse ese gusto a mar que tenía impregnado en la boca, en el pelo, en la piel.

En ese instante miró sus manos, ajadas, quemadas al rojo vivo por la inconfundible marca que deja la soga con que se tiran los botes, tanto para meterlos como para sacarlos de la mar.
Se pasó la lengua por los labios, apretándolos después, frunciendo el ceño, sintiendo un inmenso rechazo por ese sabor a salmuera. Creyó recordar que esa mañana se había dado vueltas por la caleta para ver si alguien necesitaba ocuparlo en alguna faena y así ganarse unos pesos. Había ayudado a sacar algunos botes del agua, tomando las gruesas sogas, húmedas y salinas, tirando junto a otros hombres hasta más no poder, sintiendo la arenilla raspar como vidrio molido entre las manos. El dinero pagado apenas alcanzaba para salvar el día.

El sol comenzaba a calentar con más intensidad, y la mesera llegaba con el cuarto vaso de aguardiente.
-         Pero no se ha servido ninguna almejita, coma señor, que no puede mantenerse sólo con alcohol – La voz de la mesera retumbó como desde la lejanía en su cabeza, nuevamente se había dejado llevar por algún pensamiento que lo mantenía absorto, fuera de este mundo. Se repuso con rapidez y sintiéndose un poco importunado, no respondió absolutamente nada, ni siquiera levantó la vista que tenía clavada en el vaso de aguardiente.
Intentó retomar sus pensamientos, pero no recordaba cuáles eran, sólo le había quedado una sensación preocupante y el estómago constreñido. Intentó por largo rato acordarse, pero no podía, ya no tenía muy claro si olvidar o recordar, algo lo atormentaba y no era capaz de rememorar aquello que tanto quería olvidar. Comenzó a forzar su mente, pero no podía, más allá de no evocar cosas o lugares, no lograba recordarse a sí mismo, no recordaba la vida. La angustia se apoderó de su garganta, su mandíbula se apretó, su mente se vaciaba, palidecía, se sintió a punto de caer en una crisis nerviosa. Optó por calmarse, respiró profundo, decidió remitirse a lo presente, a lo concreto, y culpó al agotamiento, al alcohol.

Tomó una almeja del plato y con la otra mano cogió el cuchillo, lo encajó en el lugar debido para abrir el molusco, presionó con fuerza, hizo palanca y abrió la almeja de par en par, dejó la parte de arriba  en el plato, quedándose con la mitad que contenía la carne en su mano. La imponente luminosidad que a esas alturas entraba por la ventana, inundó a la almeja mostrando todo el interior de aquel fruto marino; su carne rosada en el centro, sus bordes color ocre, la firme consistencia de sus formas. La almeja hizo un movimiento, estaba viva, fresca. El tomó una mitad de limón, la apretó con fuerza guiando la caída del chorro para que diese precisamente sobre la carne, el jugo cayó en gran cantidad, la almeja se recogió y retorció, acercó el molusco a sus labios y de un fuerte y vigoroso sorbo, depositó la almeja dentro de su boca.
Mientras masticaba, le hizo un gesto a la mesera que se encontraba un par de mesas más allá limpiando y acomodando sillas, le mostró su vaso vacío, y la mesera le hizo una señal para que la esperase un momento.

De pronto comenzó a sentir un pequeño malestar, sintió ese sabor a mar recorriendo su cuerpo.
La mesera llegó con un nuevo vaso de aguardiente, él le preguntó dónde estaba el baño, ésta le indicó con el dedo, se levantó, tomó el vaso y de un trago acabó su contenido, lo dejó sobre la mesa, le dijo a la mesera que le trajera otro y avanzó cruzando todo el local en dirección al baño.
Mientras avanzaba se sentía cada vez peor, sentía los labios salados, también la garganta, y la claridad del día que ya se colaba por las ventanas del restaurante lo cegaba. Intentaba concentrarse en algo y no podía pensar, percibía cosas, pero no recordaba las palabras, conceptos, como si poco a poco las ideas se desvanecieran sin poder hacer nada por retenerlas, simplemente se diluían, lo abandonaban. Sintió que sufría una crisis, la angustia y el pánico lo estaban doblegando.

Por fin entró al baño, las ropas mojadas por el sudor y un intenso dolor de cabeza, sentía olor a mar, ya no recordaba desde cuando lo torturaba ese sabor. Se mojó la cara, pudo tener un momento de calma, un respiro, no entendía lo que le pasaba, sentía profundamente algo que no podía describir, una sensación dolorosa, sentimientos inefables a punto de salir expulsados de golpe desde lo más hondo del ser.
Quería irse de ese lugar, desaparecer, tomar aire, caminar, recuperarse.
Al salir del baño, aturdido, inestable, sentía sin firmeza las piernas, como materia gelatinosa. Casi ciego, sentía que la piel de la cara perdía consistencia cayendo la masa abultada y rebalsante sobre sus párpados, sobre sus ojos.

Con lentos movimientos se dirigió a su mesa y se encontró con algo inexplicable, estaba todo limpio, quieto, las sillas ordenadas. Dudó por unos segundos si había estado en esa mesa, rápidamente miró a su alrededor para encontrar la correcta, pero nada, en ninguna mesa estaban los platos o el vaso o algún indicio de que hubiera estado alguien en ese restaurante, buscó a la mesera, pero no la encontró, el local estaba oscuro, las puertas cerradas. Una crisis de pánico lo poseyó por completo, se tomó la cabeza con ambas manos, se apretó fuerte los ojos como para salir de esa pesadilla, pero cuando los volvió a abrir, ahí estaba, solo y perturbado hasta la locura.
En un intento desesperado por aferrarse a la realidad, se le ocurrió volver al baño, quizás volviendo a salir de éste, quizá volviendo las cosas atrás, todo se volvería a componer, retrocedería aquel suceso irreal.

Al entrar al baño, el desplazamiento se le hacía cada vez más dificultoso, arrastrando un cuerpo invertebrado, una masa sin forma. Nuevamente se mojó la cara en un último intento por volver a lo razonable, se miró al espejo y al verse, un horror indecible lo recorrió por completo, una mueca en parálisis, su razón evanescente, vomitó sobre el lavamanos y se echó a llorar. Sintió fuertes convulsiones, le dolían las entrañas como si se las estuviesen arrancando del cuerpo, la piel se le estiraba y encogía, su cráneo perdía solidez, su cerebro reblandecía, intentó mirarse las manos, pero sólo vio dos masas amorfas colgando, y un ardor infernal lo quemaba por dentro, oponía una fuerte resistencia a su color, desesperado, repitiéndose a si mismo: “por qué…por qué…qué es esto…” hasta que su boca, perdiendo toda definición, todos sus contornos, ya no pudo abrirse más.
Por fin, las fuerzas lo abandonaron y ya no luchó, la masa que constituía su cuerpo tembló y se deslizó como lágrimas en el lavadero hasta quedar, primero en cuclillas, y luego postrado en el suelo, sollozando de manera cada vez más y más imperceptible hasta llegar a la más absoluta indigencia de predicados, perdiendo su ser, al final, toda reflexión…silencio…silencio.

Ahí se quedó, acostado, sereno, con la paz de estar en el seno materno, en medio de una oscuridad absoluta, sin saber de tiempo ni espacio.
De pronto sintió moverse el piso, y junto con un gran estruendo, algo se abrió, un poderoso haz de luz lo cegaba, estremeciéndose, se movió lentamente intentando evitarlo, algo lo había sacado de su oscura tranquilidad.

Cuando pudo reponerse, sólo sintió caer sobre sí un líquido muy ácido, realmente fuerte, que le recorrió todo el cuerpo, se encogió y retorció de dolor, se revolcó sobre su concha, a la vez que percibió una boca abriéndose gigantesca ante sí.





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