domingo, 24 de abril de 2011

Inmortalidad esquiva




                                                                    Juan Ramon Cuello Formas


Don Ettore se daba vueltas y más vueltas en su cama. El sueño, como todas las noches, ya desde tres meses, no llegaba, y se trocaba por un estado de ánimo irritable que perduraba durante todo el día.


Quítate de la esquina
chiquillo loco
que tu mare no quiere
ni yo tampoco!

¿Porqué ese maldito ratón canta toda la noche, sin dejarme dormir tranquilo?, se preguntaba.
¡Si siquiera cantara canciones napolitanas!

Don Ettore, un italiano originario de Terracina, un precioso lugar costero mediterráneo, había llegado a Chile en 1960, siendo muy joven, estableciéndose con un almacén en una esquina del barrio Recoleta.
Le iba bien, la gente lo quería y se había quedado soltero porque dándole prioridad a su trabajo, se le fue pasando el tiempo.

Hacía tres meses que en su almacén moraba un ratón. Era el único, pues jamás en su pulcro negocio hubo roedor alguno.
Le había puesto veneno, trampas, jaulas con queso dentro, pero nada. El ratón continuaba vivo. El animalito no sólo era cauto e inteligente, pensaba él, sino que además nunca se había cagado en el azúcar, ni en el arroz, ni en la leche en polvo, ni nunca se había comido nada, sino sólo lo que, fortuitamente caía al piso. Era un ratón muy especial, sin duda.

Durante el día nada se escuchaba, y don Ettore hasta se olvidaba del asunto, pero en la noche los soleares, las seguidillas, las sevillanas, martinetes y fandangos se escuchaban con claridad.
¡Y qué voz hermosa tiene el condenado!, decía el italiano. ¿Y por qué sólo cantará andaluz?
Pasaban y pasaban las noches y era lo mismo, hasta que un día don Ettore decidió quedarse en vela, en espera de ver aparecer al cantor.
En efecto, a eso de la una de la madrugada, el ratón se hizo ver al salir de su cueva.  Era pequeño, más bien debilucho. Ninguna ratona en la calle se habría vuelto para mirarle.
Se encaramó al mostrador y comenzó con un sentido fandango. Estaba inspirado, sin duda, y  cantando se olvidó por completo de su entorno, como los buenos artistas. Fue así que don Ettore aprovechó la ocasión, se abalanzó sobre él y le cogió con ambas manos.

¡Te he pillado “desgraciato”! ¡Ya no me meterás más tu bulla española. Prepárate a morir. Ahora verás!

El ratón sintió el tremendo apretón del indignado italiano, y dando un grito le pidió que lo escuchara.
¡Tengo que decirle algo muy importante,  no me mate, por favor!
Don Ettore lo soltó un poco para que el ratón tomara aliento.
¡Dime, habla pronto, ¿Qué quieres?

Don Ettore, debe saber usted la historia de mi vida.  Así como me ve soy la reencarnación del alma de Juanillo El Cortijero, famoso y aclamado cantaor de los años cincuenta.
Quizás usted me recuerde. Fallecí en un accidente en Sevilla y desde allí que vago de reencarnación en reencarnación.
No he podido entrar en la eternidad como debiera, ya que he tenido la mala suerte de morir por accidente en cada oportunidad.
Cuando esto ocurre se llega al cielo, sin duda, porque el infierno está clausurado por insalubre  desde hace mucho tiempo, pero la Oficina de Partes del cielo es muy rigurosa e inflexible: el que no haya muerto de viejo en la tierra no entra en la vida eterna.
Esa oficina es muy amplia y acogedora y tiene enormes ventanales desde donde se puede ver a la gente que está adentro.  Entre todos los que allí he divisado están San Agustín, Gabriela Mistral, Caruso, Mahatma Gandhi,  el que inventó el lápiz de pasta, Carlos Gardel y muchos más.

La primera vez que llegué allí se me dieron instrucciones de volver a la tierra convertido en un brioso caballo salvaje en las praderas de Montana, en los Estados Unidos. Corría de un lado a otro en ese lugar y podía interpretar mis cantes sin problema porque los otros caballos eran unos ignorantes en materia de flamenco, pero un día un cow boy atolondrado disparó sobre mí  y hasta ahí llegó mi vida norteamericana.

En seguida me enviaron de tigre a Bengala, en la India. Estaba contento. Allí cantaba en medio de la selva, teniendo un auditorio cautivo de monos y serpientes, hasta que llegaron unos cazadores ingleses y me convirtieron en una alfombra que se llevaron a Londres.

Vuelta a la Oficina de Partes. Allí ya era un conocido y dándome una mano me convirtieron en mosca, pensando que a las pocas semanas caería de viejo, sin embargo, la empleada de la casa en que vivía, con un diario doblado en su mano, me aplastó contra la mesa de la cocina.

Como  usted puede ver, don Ettore, habían pasado ya muchos años, pero la eternidad aún me aguardaba.

Fui enviado de nuevo como un rico terrateniente a la Argentina. Tenía problemas cardíacos y de seguro moriría de forma natural.
El único que allí escuchaba con atención mis sevillanas era Zoraido, un gaucho viejo muy condescendiente.
Pero como mi situación financiera era espectacular, Ignacio, mi sobrino predilecto puso diez pastillas de Diazepán en mi café, y alcancé a durar cuatro horas.
Ignacio se las arregló con un juez amigo, pudo salir libre de polvo y paja y se quedó con mi fortuna.

Subí otra vez a la bendita oficina en donde ya me saludaban por mi nombre, y después de una larga antesala, San Anacleto, que es el jefe de allí se apersonó a mí y me dijo : ¿qué hacemos contigo, Juanillo?
Dios está con la mejor intención de recibirte, pero tú sabes que hay que cumplir los requisitos.
¡Mira. Te enviaré  ahora a Santiago de Chile. Irás de ratón, y si te cuidas que no te atrapen y tienes mucho cuidado con los venenos, trampas y escobazos, pronto morirás de viejo. Tú sabes que los ratones duran poco tiempo. Suerte muchacho!

Don Ettore escuchaba todo esto con el asombro que era de esperar. Que hablara un ratón pasaba, pero que cantara flamenco y que además contara esta historia tan singular, era como mucho.
La compasión fue apoderándose de él y soltó aún más al pobre ratoncillo, quien continuó con el relato.

¡Es así, don Ettore, que he llegado a su almacén, en que me he sentido protegido y contento!
¡Usted es un hombre bueno y he tratado que mi presencia no le incomode. Nada le he destruido ni tampoco he cantado en el día, porque eso habría significado que su clientela se hubiese espantado, en cambio usted no se ha asombrado, porque sabe muy bien que, tanto en Italia su patria, como en España, la mía, hasta los ratones cantan.
Le ruego me suelte y me permita cumplir mi ciclo. Le juro que usted estará muy pronto libre de mí, ¡ah!, y además matizaré mis cantes jondos con tarantelas o arias de ópera. Creo que usted comprende que no puedo dejar el canto mientras viva!

Don Ettore, el sencillo italiano como tantos que llegaron a Chile y pronto amaron este país, soltó al ratoncillo.  Le quedó mirando largo rato y le abrazó con cariño.
¡Vete!, le dijo. Lleva lo que te queda de vida en paz, pero también deja llevar en paz la mía. Canta bajito y hazlo más lejos de donde yo duermo, por favor.

Ese día pasó raudo, y en la noche don Ettore se introdujo en su cama, leyó algo en el diario, apagó la luz y se dispuso a dormir.
De pronto escuchó una preciosa y clara voz, que con mucho sentimiento cantaba:

La donna e mobile
cual piuma al vento

Emocionado exclamó ¡menos mal que este “disgraziato” cambió de repertorio! y un dulce sueño le cogió hasta el otro día.







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