domingo, 3 de octubre de 2010

CUENTA SALDADA

por Lorena Díaz Meza

La pierna herida comenzó a humedecer el pantalón y a teñirlo de un púrpura que no se lograba distinguir entre la noche y la neblina. Sabía que el tiro no lo llevaría directo a la muerte, la idea era esa; verlo morir lentamente. Que sufriera. La cara del herido se retorció en una mueca de espanto y dolor, sabía que aquella noche moriría y la pausa hacía que su pensamiento volara a la familia, a sus secretos ocultos, a las traiciones, al dolor. No dijo nada, intentó mantenerse de pie pero el peso fue cayendo sobre la pierna buena hasta que ella no resistió y lo dejó caer.

— Así te quería ver… ¡Párate! ¿Creíste que nunca más nos veríamos las caras?

Había esperado ese momento por años, primero encerrado, luego en la calle. No era fácil sanarse del pasado por eso prefirió esperar para que el pago fuera verdadero y no nublado por la ira. Robles no sabía con quien se había metido.

— ¡Párate dije! Nuestra fiesta está comenzando…

La calle estaba completamente sola, ni los angustiados que solían pararse cerca del sitio eriazo que colindaba con la plazuela estaban allí en ese momento. No había nadie. Sólo un par de metros lo separaban de paradero, pero Robles sabía que las cosas venían mal. Tumbado en el suelo, sujetando la pierna herida con ambas manos, no se atrevía a mirar a los ojos a quien tenía en frente. Sin duda le era cara conocida, lo sabía a pesar del maquillaje, a pesar de los años, a pesar del terror.

— Arreglemos esto… te van a volver a meter en cana… —Dijo con voz dolorosa y retorcida, tratando de provocar alguna reacción en la sombra que a veces se dejaba ver.

Pero el arma seguía apuntándolo quieta, calma, como si la emboscada estuviera ya ensayada, el plan de acabar con la vida del uniformado se había dado hace ya un par de años atrás.

A las nueve en punto, una llamada telefónica desde el interior del lugar, le aviso que era momento de actuar. El dato le había costado un par de millones, pero valía la pena; sabía que el Cabo Robles saldría solo y hacia dónde caminaría. De todas maneras comprobó que el arma estuviera en la pretina del jeans. Miró el reloj y respiró hondo. Le gustaba mirarse las uñas cuando quería concentrarse, las tenía tan suaves blancas que sentía orgullo de ellas, además el rojo oscuro les sentaba bien. Dejó su auto estacionado a una cuadra del protón principal y caminó.

Sus pasos tenían una mezcla de frío y solemnidad, su andar era seguro, se advertía porque aun tarareaba inconscientemente la canción de Madonna que sonaba en la radio antes de bajarse del vehículo. A lo lejos vio un bulto caminar en dirección poniente. Sin duda era él; no necesitaba verlo de uniforme ni mirarlo de frente para reconocerlo. Su imagen le había quedado grabada en la memoria y jamás se borraría. Lo siguió controlando el sonido que los tacos producían al contacto con el pavimento húmedo. Hasta que Robles llegó a la mitad de la plazuela solitaria por donde cada noche cruzaba con amigos o solo, camino al paradero. Entonces preparó su mejor voz y lo llamó.

— ¡Cabo Robles!

Robles se dio vuelta bruscamente, afuera pocos sabía de su apellido y menos de su cargo. Ahí se encontró con una mujer; una mujer de esas que provocaban que las miradas se dieran vuelta a seguirlas. Alta, delgada, con unos jeans ajustados y unos tacones aguja que estilizaban sus piernas. El pelo se dejaba caer libre, sin cubrir el rostro.

— ¿Qué pasa Cabo? ¿No me reconoce?...

El herido no alcanzó a decir nada. La lengua se le trabó en un nudo angustiado. Él pensaba que la deuda estaba saldada con la libertad y el tiempo, pues había olvidado que con los narco no se jugaba, y el lo había echo a la mala. Sin alcanzar a responder sintió un ruido bajo, como ahogado entre la neblina y el impacto en su pierna derecha.

— Así te quería ver, ¿Creíste que nunca más nos veríamos las caras? ¡Mírame maricón! ¿Te acordai de mí ahora? ¿Te acordaste de la noche año nuevo?


Raúl llegó ahí por error. Un traslado, desde otro encierro, lo hizo ir a parar a un lugar ajeno. La voz de que había llegado ahí se corrió rápido, tenía buena fama afuera. Su madre se sentía orgullosa de él, y habría sacado a lucir a ese hijo dulce y sensible que tenía y que manejaba las armas como sólo los mejores saben hacerlo, si no hubiese sido porque la honra y el respeto eran lo que manejaba el negocio. Era el más querido para sus padre, pero la mala suerte, como decía el hombre, lo hizo desviado.

Allí se enamoró; el amor lo enloqueció. Pero fue una noche en que la situación pasó de negro a azabache. A mitad de la noche de año nuevo el alcohol había entrado no sólo a las celdas, sino a los vigías más irresponsables. Mientras algunos se comunicaban para sus casas Raúl intentaba apagar el fuego del asado que había echo en medio del descontento y, como de solidaridad sabía muy bien, había compartido su banquete con algunos que aceptaron comer junto a él.
Robles se acercó cuando ya era de madrugada, hasta entonces de los pocos con que un preso podía cruzar palabras. El Cabo se paseó por la calle comprobando que todos mantuvieran el orden y no existieran indicios de alguna pelea como la que horas antes se había formado en la torre vecina.

— Feliz año Raúl.
— No bromee con eso… Lo pueden escuchar.
— ¿Y qué? No le tengo miedo a estos delincuentes. Un puro palo y los mato si se me da la gana.
— Se mandó sus buenos brindis parece…

En medio de la conversación, Robles reía sarcástico, mientras, Raúl comenzaba a sentirse nervioso ya que, además de vivir en la constante lucha de ser aceptado, que lo vieran conversando animadamente con un contrario, le podía acarrear, incluso, más problemas de los que ya tenía. Sin que Raúl se diera cuenta, Robles fue cambiando el tono de la conversación,

— ¿Y con cuántos de aquí?
— ¿Con cuántos qué?
— No te haga’i el tonto… si sabí.
— No se pase de vivo conmigo…
— ¿Se enojó el marica? Cuenta la pulenta… si yo sé que te calentai con el que se te cruza… ¿O está enamorao?

Raúl guardó silencio. No iba a responder; menos a él. Se mordió la lengua y caminó hacia su pieza. Era de las pocas noches en que aun se escuchaba bulla y se veía uno que otro hombre moviéndose de un dormitorio a otro, como ratas cruzando en medio de la oscuridad, de cajón en cajón.

— ¡Ven pa’ aca hueón!… No hemos terminado de conversar.

Raúl supo que la fiesta había terminado; el año que se asomaba tendría el mismo sabor a mierda, que él le encontraba desde que estaba encerrado. Antes de entrar a su pieza sintió un golpe en el hombro que lo hizo trastabillar. No se dio vuelta. No iría si no era por la fuerza. De pronto la mano del gendarme lo tomó del pelo y lo arrastró hasta la puerta. Algunos de los que aun no se dormían miraron desde sus piezas, pero nadie dijo nada. Nadie vio nada.
El interno fue a parar al castigo, entre dos le pegaron, esperando que dijera algo que lo condenara, o que gimiera de dolor, pero el preso no volvió a hablar. Raúl parecía una estatua, la que únicamente abría y cerraba los ojos ante el golpe. De pronto el gendarme se acercó, se acercó tanto que, en la tibieza de su aliento, se percibía el olor a alcohol.

— ¿Quiere jugar a ser mudo el mariconcito?

Los mismos que le pegaron, fueron quienes lo sujetaban. La sangre de la nariz le salía como debiluchos ríos de ira, de maldiciones. El gendarme se bajó los pantalones y se montó sobre él. La risa del par que ayudaba se le hacía lejana, y la voz del que se movía tras él, con la respiración agitada y el palo en la mano, inconfundible. Cuando la fiesta acabó, el castigo volvió a quedar en silencio. No hubo más palabra, ni risas, ni golpes.
Los castigados de las celdas vecinas hicieron como que no escucharon. Raúl se quedó ovillado como perro hasta que amaneció. Cuando abrió nuevamente los ojos, la sangre que había perdido se repartía entre el suelo y su ropa. Tenía el pantalón roto y había perdido un zapato. Fue castigado, como tantos, por mal comportamiento. La última vez que Raúl vio al Cabo Robles fue cuando puso un recurso de amparo en su contra. Cuando comprobó con uno de los mejores abogados del país, que esta vez él era la víctima y no el contrario.
Raúl no quería que el cabo Robles fuera preso; no quería que lo dieran de baja ni quería que perdiera el trabajo. Tampoco quiso hacer una llamada telefónica, aun cuando tuvo que aguantar, entre llantos y desesperación, la burla de todos los de su calle, perdiendo el respeto y el poder que le había costado años conseguir. Raúl quería esperar a que se le pasara el odio, a que las cosas se calmaran para saldar la cuenta.

— ¿Qué pasa? ¿Está mudo el mariconcito? — dijo la voz desde arriba.

El Cabo Robles sudaba frío. Sabía que luego de él, seguiría su familia o los otros gendarmes, porque así era la ley de los narco, porque asi era la única forma de acabar estos asuntos. Intentó hablar pero no pudo. Pensó en su esposa, en sus dos hijos y en la maldita noche de año nuevo. Pensó en los tragos que se tomó de más y en los meses que estuvo en la mira de la Institución. Pensó n esa mano firme y decidida que sujetaba el arma que lo apuntaba.
Se escuchó un disparo más; del vientre del hombre nació una mancha roja que comenzó a expandirse como la mala hierba. La mujer que se paraba frente a él le era una extraña conocida. A media que se iba desvaneciendo, trataba de unirla a Raúl, al Raúl que él conocía, al hijo de la reina de la mafia, al homosexual que vendía de lo que presos y guardias necesitaban para sobrevivir en el día a día del encierro, al hombrecito fino, de buenos gustos, de ropas de marca y carácter sociable, con la mujer que se paraba frente a él fría, alta, de voz atractiva, pero no podía. No podía unir en su mente ambas realidades. Tampoco podía creer que su vida acabara allí, ovillado como perro. Solo.

— Raúl… yo…
— ¡Cállate mierda! Tuviste años para hablar. Ahora cierra el hocico infeliz.

La mujer comenzó a caminar en dirección a su auto, un par de pasos y se volteó. El cuerpo del herido dejaba brillar en medio de la oscuridad, unos ojos aterrados. Se escuchó el último disparo. La sangre comenzó a salir a borbotones mientras el cuerpo dejaba de moverse y los ojos rogando por piedad y ayuda que sabían imposible, comenzaban a cerrarse ente lágrimas y terror.

El sonido de los tacos fue perdiéndose de forma lenta y pausada hasta desaparecer en la cuadra. El arranque de un vehículo se sintió a lo lejos mientras la canción de Madonna se esparcía en el aire.

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