Julio Abel Sotomayor Campos
El cuaderno abierto, un lápiz en la mano esperando las palabras para justificar las razones de su decisión, tal vez esa explicación, reflexionaba, sirviera para que Dios perdonara el pecado que cometería.
En la mirada, en sus ojos húmedos, la abuela percibía el ruego de la niña. A pesar de ello, se inclinó, besó su frente y la empujó suavemente hacia la mujer y el hombre que la acompañaba. La pequeña agachó la cabeza y fue hacia la pareja. Contestó con monosílabos dos o tres preguntas y luego caminaron en silencio hasta llegar a la casa. Al día siguiente retomaba la rutina cotidiana, levantándose temprano para ir al colegio y de vuelta efectuar una serie de labores domésticas que le encomendaba su madre, sin pérdida de tiempo para alcanzar a estudiar y poder cumplir con sus responsabilidades escolares. Si todo estaba en orden temprano, tendría tiempo para conversar un rato con su amiga, antes que llegaran ellos. Brenda, una niña de trece años, uno más que Isabel, vivía en la casa contigua. Con problemas similares, desde hacia un tiempo, entre ambas venían elaborando un plan para cambiar el curso de sus vidas.
Por la tarde, después de llamarla insistentemente, Isabel vio asomarse al hermano pequeño de Brenda. –Oye- le dijo el pequeño –mi hermana no está- -¿a dónde fue?- preguntó Isabel –no ha llegao, chao- respondió el niño y se metió en la casa. Muy intranquila se fue a su cuarto, acurrucada en el camastro dio rienda suelta al llanto contenido, secuela de los sobresaltos y fuertes emociones que a su corta edad sufría desde hacía ya largo tiempo. Se sintió sola y desamparada, con una intensa rabia hacia su amiga imaginando que la había abandonado. Después de los sollozos, más tranquila, pensó en que quizás Brenda tuviera que acompañar a su madre esa tarde, seguro la vería al día siguiente. Cuando llegó su madre con el hombre aún permanecía en el cuarto. La mujer le preguntó si ya se había acostado y ella respondió que si. La dejaron tranquila. Por la mañana, antes de marcharse al colegio, saltando la pared divisoria golpeó suavemente la pequeña ventana del cuarto donde dormía Brenda. Estuvo un largo rato, expectante, ansiosa esperando una señal, pero no obtuvo respuesta y se fue al colegio muy desanimada.
Isabel no hablaba con nadie en el barrio, la gente de ese entorno le provocaba desconfianza. Por lo tanto no tenía cómo averiguar lo sucedido durante los días que estuvo en casa de la abuela, a quién preguntar lo que había pasado con su amiga. Preocupados de su propia sobrevivencia y de sus vicios para mitigar toda clase de carencias, no era de extrañar la indiferencia de la gente, indolente a los gritos, llantos, disparos, personas corriendo por los estrechos pasajes, a ninguno llamaba la atención esos sucesos, habituales, cotidianos en el barrio. La madre de Brenda y su conviviente volvían tarde y generalmente borrachos, y a su madre no le importaban los vecinos. Cuando regresó de la escuela, Isabel encontró al hermano de Brenda y le preguntó por ésta, después de unos diez minutos, las incoherencias del pequeño no dieron ninguna luz sobre el paradero de la amiga, decepcionada, entró a la casa y comenzó inmediatamente a realizar las labores. Se movía de un lugar a otro como autómata, a ratos se pasaba una mano por el rostro para mitigar la comezón provocada por las intermitentes lágrimas que rodaban por sus mejillas. Con la mente ocupada pensando en la suerte de Brenda no era de extrañar que a Isabel se le pasaran por alto algunas tareas, razón que tuvo su madre para insultarla y castigarla golpeándola brutalmente. No obstante, por la noche no prestaba atención al intenso dolor de sus costillas que le quitaba la respiración, la angustia laceraba su pecho, un sabor amargo descendía por su garganta clavándole el esófago como agujas ardiendo. Sentada en el camastro una y otra vez se preguntaba -¿Dónde estás Brenda?-
El viernes no asistió a la escuela, esperó en su cuarto hasta que el hombre y la mujer se marcharon para salir y estuvo todo el día pendiente de los movimientos en la casa de al lado. Perdida la esperanza se refugió temprano en su cobijo. Cuando llegó la pareja su pequeño cuerpo tiritaba sin control. Las groserías e insultos del hombre eran respondidos con actitud desafiante por la mujer y éste amenazaba con golpearla. Así pasó un buen rato, entre tropezones, ruido de vasos, golpes en la mesa, hasta que se fueron acallando. Después escuchó risas y luego el silencio. Isabel aún no conciliaba el sueño cuando sintió golpear. Esta vez había asegurado bien la puerta. Se quedó quieta, sin respirar para no emitir un solo ruido. Luego de unos minutos escuchó unos pasos torpes alejándose.
El sábado cerca del mediodía, luego que la pareja saliera, convencida de que Brenda había decidido marcharse sin ella, decepcionada, con una mochila a la espalda, Isabel salía de la mediagua. Antes de cerrar la puerta revisó el bolso asegurándose de llevar el frasco con los medicamentos para devolver a la abuela. Mientras caminaba pensaba en la forma de convencer a la mujer. Esta vez tenía que lograr que le creyera, era su última esperanza. Después de un rato de golpear insistentemente la puerta una vecina se asomó para informarle que la mujer no se encontraba. Sentada en la cuneta frente a la puerta de la vivienda donde esperaba el regreso de la anciana, ensimismada en sus cavilaciones, no se percató de la llegada de su madre. Con golpes e insultos la arrastró de vuelta. La pequeña no sentía los golpes, en su mente sólo rondaba un pensamiento; esa noche de sábado no tendría escapatoria.
El humo irritaba sus ojos, el olor de esa cosa que fumaban el hombre y su madre y su aliento de alcoholizado, le producían nauseas. Era la cuarta vez que volvía de comprar y al dejar la botella sobre la mesa, él la había agarrado apretándola fuertemente contra su cuerpo. Mientras con un brazo la afirmaba, deslizaba la otra mano desde sus hombros hasta los muslos, sus glúteos, la espalda. El hocico de esa bestia humedecía con su baba el cuello de la niña. –Deja tranquila a la cabra chica hueón- le dijo la mujer al hombre. –Ya, usted se me va a acostar al tiro- le señaló a la pequeña, luego de lo cual dio una profunda chupada a una especie de pipa confeccionada con el papel plateado que viene en las cajetillas de cigarros y enseguida vació el vaso de una.
En el cuarto pensó en su abuela. La anciana no creía en ella. Tal vez era su culpa, pero, ¿por qué?, ¿de qué era culpable? y Brenda se marchó sola, no la esperó. Abrió la mochila y extrajo de ella el frasco de medicamentos que no pudo devolver. Esa vez en la casa de la anciana tuvo dudas y decidió guardarlo en su mochila. Ahora, mientras rezaba, fue tomando una a una las pastillas hasta que el pomo quedó vacío. La puerta se abrió sin trabas y el hombre se metió en la pieza, el cuaderno y el lápiz cayeron al piso. Al otro día se levantó sin tener conciencia de que había pasado la noche con un cadáver.
En el hospital donde se encontraba recuperándose de la violación de la que fuera víctima y del castigo recibido tratando de zafarse de las garras del conviviente de su madre, Brenda se despertó inquieta aquella mañana. Cuando apareció la enfermera le preguntó si ya podía ir a su casa. La mujer negó aduciendo que los golpes que le habían propinado eran demasiados y su cuerpo necesitaba muchos cuidados y reposo absoluto. Además tenía que tratarse con otros especialistas. Por la tarde no pudo controlar la ansiedad, aprovechando el cambio de turno se escapó.
Nadie pareció percatarse de su presencia, pasó como un fantasma hasta el cajón donde descansaba la pequeña Isabel para verla por última vez. El olor a vicio era insoportable. Levantó la cabeza y paseó sus ojos por los rostros enajenados. La abuela de Isabel se encontró con su mirada y bajó la cabeza prorrumpiendo en desconsoladores sollozos, tal vez arrepentida, con un sentimiento de culpa inútil. Allí estaba quien la golpeara brutalmente unos días atrás por no acceder a sus requerimientos y la otra bestia, con la mirada turbia, inconscientes. Su madre y la madre de Isabel, de cuyos vientres brotaron ellas, parte de sus cuerpos, carne de su carne, vencidas por el vicio, la droga que enriquece a seres inescrupulosos y autoridades corruptas. Se fue a la pieza de Isabel, allí tropezó con el cuaderno tirado en el piso, lo recogió y leyó: “Brenda:” y nada más.
No hacen falta las palabras, Isabel, -murmuró Brenda-, las justificaciones, pedir perdón. ¿Cuál es nuestra culpa?, ¿qué responsabilidad nos toca en esta mierda? Otros, son otros los culpables. Con el cuaderno en sus manos salió de ese antro y se perdió en la noche buscando refugio y afecto en las calles donde deambulan sin destino otras Brendas, otras Isabeles…
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REVISTA Nº 16 - ABRIL 2012
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