miércoles, 31 de agosto de 2011

CUENTOS




RECETAS IMPERATIVAS: POLLO AL COÑAC                                                             



     Valeria, mi mujer, preparó las maletas y se fue enfurecida a casa de su madre. Resultado de una terrible discusión anticipada por un imaginario tarotista que al disponer los arcanos sobre la mesa, indicaron que el matrimonio está irremediablemente roto. Después de treinta y tantos años me siento liberado, al fin una decisión anhelada en lo más íntimo se ha concretado. Para celebrar  y a la vez desahogar la tensión, he decidido cocinar esta noche para mí; sólo para mí, un pollo al coñac. En internet encontré la receta y afortunadamente en el refrigerador están las presas de pollo, el vino blanco, la cebolla picada, además del concentrado de tomates. En la alacena el resto de los ingredientes: aceite, sal, laurel, pimienta y lo más importante; dos botellas de coñac.
     Dispongo la mesa como si quisiera deslumbrar y conquistar a esa esquiva belleza llamada Libertad. La música mejicana al máximo volumen del equipo de sonido domina todos los rincones de la casa. Pedro Vargas me canta y dice que continúo siendo el rey. Me he desnudado y sólo llevo puesto un par de zapatillas de levantarse con la forma de leones  y para no sufrir quemaduras de aceite, cubro parte de mi cuerpecito con un delantal que siempre  utilizo en las fiestas del club de Toby. El delantal es blanco y a la altura de los genitales cuelga un exorbitante y chascón falo. Pinté los labios con rouge de mi ex -mujer, je,je,je y la cabeza la cubro con un viejo casco alemán, legado de mi abuelo. En verdad estoy y me siento arrebatador. Ahora voy a ceñirme a la receta.
     Preparación: Las presas de pollo dorarlas en aceite. Mientras caliento el aceite, es conveniente para inspirar al cocinero una copita de coñac Napoleón. Dejar cocinar por algunos minutos y retirar del fuego. El vino blanco tiene un bouquet que llama a decir ¡Salud! Lleno de nuevo las dos copas y aliño la cebolla con el concentrado de tomates. Salucita con una copita de coñac. Agregar una taza de sopa caliente, vino blanco para el pollo y otra para mí. Lleno de nuevo las dos copas.
     ¡Putas que lindo es ser libre! Reviso de nuevo la receta para preparar el pollo con trago. Un momentito jefecito… ¡Salud! A ver… sigamos, golpeo al pollo  con el pene del delantal y lo tiro de nuevo al sartén. La cebolla picada la mezclo con vino y coñac, para el sabor, digo yo. Una copita para mí y otra para el pollo borracho. Voy al recetario de nuevo, mierda las letras se confunden, debí utilizar Arial 14 o 16 para leer mejor, pero en fin. Aquí dice una copa de polloo para mí y vino blanco para la cebolla y el aceite, hip. ¡Crestas! El pooollo mala cura se ha caído de la cocina y se esparce en el suelo. El timbre está sonando y el vino blanco me hace ojitos. Ahora los malditos mejicanos cantan “Sin ti” y me da una pena. Sniff. Putas que es linda la emancipación y que ninguna mujer de mierda te moleste…Una copa de coñac para mí y recojo el pollo desordenado y lo tiro de nuevo al sartén. Limpio el suelo y la transpiración de mi frente con la chasca del falo que sonríe al centro del delantal… Arreglo el casco alemán que esta cubriéndome los ojos. En verdad estoy francamente arrebatador al mirarme en el espejo de la sala. Con una botella en la mano voy abrir la esquiva puerta; como se mueve la condenada y de nuevo los mejicanos con canciones de amor. Snifff, me da una pena.
     ¡Sorpresa! Mi mujer o mi ex, junto a la bruja de mi suegra, ya ni sé si estoy casado o soltero. Miran espantadas, no sé a quién. Y yo… siempre un caballero galante, soy un caballero, snifff. Las invito a cenar un pollo al coñac.


                                                                            Mario Alfredo Cáceres Contreras
                                     
DE UN CIELO CELESTE  A UN CIELO GRIS




            Hace mucho que espero, mucho. Estoy aplastada bajo un cielo gris: mi cielo.
           
            No todos pueden gozar de un cielo celeste y respirar aire puro. Mi aire está viciado. Asomada al balcón contemplo los techos de las casas, miro hacia abajo, la gente me causa vértigo, caminan en todas direcciones, van de  prisa, chocan entre ellos y no se detienen. Parecen marionetas movidas por hilos invisibles.
            Hoy un rayito de sol se detuvo en mi ventana, alargué la mano interrumpiendo su trayectoria. Al sentir su tibieza la retiré de inmediato. Luego se introdujo entre unas rosas artificiales. Por un momento iluminó el florero dándole vida.

            El retrato de mamá por segunda vez ha sonreído, es mucho por un día. Ya sé de tus intenciones, seguro que las flores se marchitaron y tú me lo recuerdas.

            Ten paciencia mamá ¿No ves que mi cielo es gris y hace mucho que espero?

            ¿Por qué los días tienen diferentes colores? Los hay verdes, anaranjados, negros,  rojos ¿Y por qué siempre hay que esperar? Que suene el timbre, el teléfono; esperar que ladre el perro, salga el sol, que llueva, también que el estanque del baño se llene.

            Mamá tu sonrisa es tierna, tus ojos bondadosos y yo soy tu hija… ¿O fui tu hija? Tenía dos años, aún lo recuerdo. Ahora tengo treinta; pero fueron malos conmigo ¿Por qué pusieron hiel en el pezón y tu leche no fue más dulce? Me producía náuseas, papá reía y tú también.

            Allí veo a papá ¡Qué largas piernas tiene! No alcanzo sus rodillas. El bigote almidonado,  pelo brillante, la frente demasiado amplia y su terno gris, igual que mi cielo.

            Después, ya no volví a dormir con ustedes. Y me llevaron a una nueva  pieza, adornada con gran cantidad de juguetes. En la cabecera colgaron un cuadro con varios ángeles, gorditos y rosados. Ustedes estaban felices, yo tenía miedo, sobre todo de los ángeles. En la noche me tapaba la cara para no verlos. Apenas ustedes se dormían,  ellos se descolgaban del cuadro y volaban alrededor de mi cama; otras veces se acostaban a mi lado mirándome tan cerca que me aterrorizaban. Quería llamarlos pero la voz no me salía.
            Una noche desperté llorando, di un grito y no tuve respuesta. A oscuras fui a  su  pieza, no estaban. Recorrí las otras habitaciones, al bajar rodé por la escalera golpeándome muy fuerte, llegué  cerca de donde dormía Ana. Ella sufría de los oídos, se amarraba un pañuelo en la cabeza. Al verme  se asustó mucho, me tomó  en brazos  llevándome de nuevo a mi dormitorio; rezaba en voz alta, acomodó las ropas de la cama, y se  fue. Me dolía  todo y empecé a vomitar con fuerzas manchando las sábanas.

            No sé a qué hora llegaron ellos.

            Mamá lloraba y lloraba. Vino un señor con un maletín, lo puso sobre la cama. Sacó varios objetos brillantes, los ponía en todo mi cuerpo. Con un pequeño martillo daba golpecitos en mis rodillas y me miraba. Luego les habló en voz baja, se despidió de papá dándole la mano y  le entregó varios papeles. A mamá le dio un  beso en la cara.

            Desde ese día mi cielo fue gris.

            Papá se paseaba de un lado hacia otro con las manos en la espalda, sus ojos tenían la misma  expresión del perro de Ana cuando ésta le daba un puntapié.

            De tantos viajes a doctores y exámenes  mamá se fue oscureciendo. Un día la vinieron a buscar en una ambulancia, papá se puso muy triste, lloraba a  solas, y salía muy temprano diciendo  que iba a dejar flores para ella,  porqué le gustaban mucho.

            Ahora no me mira, más aún,  parece que yo no existiera. Se mueve todo el día en su mecedora,  en  ocasiones  pregunto por  mamá y él me ignora.

            La vieja Ana hace días que no viene, no ha traído la bandeja de papá ni la mía ¡Pobre papá! He puesto el oído en su estómago, le suenan tanto las tripas cómo si  estuvieran charlando.

            Cuando repique el teléfono voy a contestar, a papá no le agrada que suene, lo descuelga. Si es mamá la que llama reclamando por sus flores tendré la oportunidad de contarle que Ana no ha traído las bandejas con alimentos y que papá parece estar enfermo

            ¡Ay! Ya empezó mi cielo a ponerse gris…ahora está cambiando de color,  parece un arco iris  girando alrededor de mi cabeza, de nuevo se torna gris y yo sigo esperando…esperando.

            ¿Mamá cuándo vas a venir?

                                                           
                                                                            Melania Tello Romero

                                          
TU VIDA, MI VIDA




Hasta el preso se acostumbra a los barrotes de su cárcel.
                                                                         Manuel Machado


Como una suave brisa aparecen de pronto aquellos momentos, en que tu presencia ocupaba el lugar de mis recuerdos. Tu cuerpo, el lugar del mío, y tus sueños eran los de ambos. Mi vida me parecía un desperdicio sino fuera porque, gracias a ella, pude encontrarte. Desde ese instante, en que apareciste capturando la luz y las miradas, como una paradojal estela, incandescente, brillante, pero fría…tu mirada congelaría cualquier estrella, atraparía toda la luz y la materia en derredor y aún así encandecías, aún así te acercaste y no me heriste de inmediato. Me dejaste crecer girando en tu órbita antes de devorar toda la vida, toda mi sangre que olfateabas con tus sensores viperinos, desde el primer día, desde la primera noche, desde el primer segundo en que me distinguiste entre la multitud, sentado, arrellanado en el sofá en el último rincón asintiendo en un alegato que no entendía, desde lejos, como para hacer algo, mientras a nadie le importaba mi opinión, si asentía o no. Si me levantaba. Alguien me hubiera preguntado si me iba, o dónde estaba el baño. Mi incomodidad incomodaba, temblando desde hace una hora o dos, sudando y nadie me arrojaba una toalla, n trago, un canapé, una excusa para escapar de aquel sitio. Y, de pronto, tus ojos ardiendo en el centro como una pira capturando el fuego de todas las miradas de los comensales, invitados y anfitriones, y toda esa luz saturaba tu figura, la perfección de tu cuerpo, el cabello que caía cubriendo tus senos simulando un descuido. Te deslizaste junto al brillo de los ojos y de los faros de todo tu entorno. Nadie podía hacer otra cosa que no fuera mirarte, yo solo luchaba por poder seguir respirando, que mi corazón henchido no se detuviera, que mi sudor cristalizado en los poros no me hiciera vulnerable a desvanecerme en tu aliento. Tú, cuerpo inclinado, cabello arrebolado, aura, escote, ofreciendo el calor de tus pechos cual carnada en el anzuelo de los glaciales pupilas, tu aliento como un suspiro, como una mañana soleada de noviembre entrando por una rendija en que un preso a horcajadas aspirara, tú, como una despedida de la vida, del mundo, disparando el calor gélido en mi oído.

-         ¿Cómo te llamas? – me preguntaste.
Te escupí mi nombre, tartamudeando, mis lentes empañados, el hedor ácido del cóctel tibio que a ratos sorbía, que no desechaba, procurando evadir preguntas, cuestionamientos, excusas...que ya no nos queda tónica, pero hay zumo de naranja, que la tónica es muy ácida, que debes ponerle algo de dulzor a tu vida. Tú solo reías, me sonreías con la fuerza de las cien sonrisas congeladas a tu alrededor, las que habías capturado al irrumpir en el teatro de los mortales, Hiciste una breve pausa, un amague para que el mundo pasara de largo, para que se deshidratara la lengua de quien quisiera opinar, para que una gota de sangre
coagulara en el lugar incorrecto, para que el líquido entrara a los pulmones, y flagelaste mi cuerpo con el nitrógeno de tu mirada diciéndome:
-         Salgamos de aquí.
No fue una pregunta, no fue una imposición, fue la palabra creando al mundo, ahí supe que eras mi dios, mi diosa.

Desde ese momento, día y noche, verano e invierno, fueron lo mismo. Mi vida eras tú, tú mi mundo,
mi familia, mi religión. T cuerpo ocupaba cuánto podía ver, tus jugos cuánto podía beber, tu exhalar cuánto podía respirar, Pero no era suficiente, debías absorberlo todo, capturarlo todo y yo, al medio de esa disputa cósmica, de una vorágine de astros que colapsaban ante tu estampa. De devoto a asistente, y de eso al sacrificio, al granito ceremonial en donde bebías mi sangre, mi vitalidad, consumiéndome y sumiéndome en la enrancia mendicante procurando el calor disipado en el pozo voraz de tu alma.

         Era poco lo que estabas en casa, pero se me hacía cada vez menor el tiempo libre, me levantaba cual sobreviviente de una catástrofe. Aunque dormía, el hacerlo al lado tuyo me agotaba, aprendí a equilibrarme en el canto de la cama para huir de tus abrazos, los mismos que ajaban mi piel con su cáustico hielo. Luego debía tolerar tu llegada, el hedor de todos los muertos que a esa hora llevabas a cuestas, el peso de la luz del mundo, de los astros absorbidos, yacentes en tu mirar e incrustados en tu cuerpo. Entre devaneos, trataba de incorporarme asiendo un jirón de su vestido como a la tabla de un náufrago, mientras tu semblante absorbía cual cosecha de lo profundo de mi miseria cuánta humanidad me fuera quedando, para dejarme yacer, vaciado, febrilmente inanimado. Como un delirio, tus brazos descoyuntando, masticando mis entrañas, día tras día, noche tras noche, verano, invierno. No lo sé, ya no los distinguía. Apenas puedo contar cuántos miles de años debí soportar que devoraras mi cuerpo, mis sueños, mi vida, la que escurría por tus manos, borbotando la sangre por el codo mientras reías y yo trataba de conciliar el sueño para escaparme en decúbito dorsal en el canto de la cama, reservando un poco de mi a mi mismo.

         Así, vencido, absorto, vaciado, escuché ruidos y te levantaste llevándote la luz, el dolor, el frío.
Fuiste al patio, escuché gritos. De soslayo podía ver destellos que se colaban por la puerta entreabierta, por la ventana, luego tronidos y, por fin, después de miles de años, silencio. Algo me había lanzado del canto al suelo y una breve siesta me permitió levantarme, bajar y contemplar el ocaso de la estrella fundida en las baldosas blancas. Faltaban los aplausos, los pétalos de rosas, pues el terciopelo de la sangre, de tu sangre, te cubría como un telón. Faltaban los aplausos, o sobraban, faltaba mi llanto, mi asistencia mientras implosionabas en ti misma, mientras te apagabas con toda la luz, mientras me decías:

         - Ayúdame, ayúdame.
         Yo te miraba
        
-         Llama a alguien.
Yo te miraba.
-         Abrázame…

Y me quedé ahí velando tu deceso, ansiando amortajarte, con la secreta esperanza que tu último suspiro me devolviera la existencia.





                                                                                             Ariel Zúñiga Núñez




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REVISTA PALABR@S N º 11

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