domingo, 29 de agosto de 2010

POR UNAS PALABRAS MÁS

Patricia Franco


Si va por la calle y los conocidos no la saludan, si entra en una tienda y los vendedores la ignoran, si al pasar le dan un empujón sin siquiera disculparse, si la caja del supermercado cierra justo cuando le tocaba ser atendida, si pretende cargar su tarjeta Bip y se cae el sistema, si intenta salir por una puerta de vaivén y el que pasó antes le lanza la puerta a la cara, su autoestima puede bajar al tercer subterráneo y quedarse allí a llorar sus penas.
¿Qué hacer para subirla unos tramos? Un saludo, un apretón de manos, el hecho simple de ser nombrada pues el sonido del dulce nombre propio es como azúcar para el café (siempre que no sea diabética) Un elogio podría hacer milagros y un abrazo de todo el cuerpo es mejor que un masaje en esas circunstancias. Elogiar al próximo en forma sincera brinda beneficios tanto al receptor como al emisor porque establece una corriente cálida entre ambos. Muchas veces uno calla por discreción, porque no se trata tampoco de andar elogiando en cadena nacional, pero si el prójimo muestra o manifiesta una cualidad grata, es justo reconocérselo en el minuto.

Supe que un compañero de trabajo había entrado a una iglesia nueva, diferente a la católica. Al preguntarle por las razones que tuvo, explicó:
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- Si voy a misa los domingos a la parroquia, nadie me pesca, me siento como si fuera invisible. Pero cuando llego a la iglesia nueva, hay alguien en la puerta que los saluda a todos, me da la mano, me toca el brazo, pregunta por la familia y la salud. Así uno se siente conocido y apreciado. Ahora es otra cosa, soy alguien”
Es posible que esta costumbre venga de la mentalidad saca-ventajas de los estadounidenses. Actualmente el personal que atiende público ha sido aleccionado para saludar al cliente, agradecerle por preferir su institución y desearle buen día. Cliente bien tratado, compra más y reclama menos. También se elogia al comprador cuando se prueba ropa, siempre hay algo que pueda salvar la apariencia más desastrosa. Elogiar no cuesta mucho.

Pero ¿qué hay sobre recibir elogios? Asistiendo a un seminario de análisis transaccional, recuerdo una de las tareas más complicadas. Cada participante tenía que sentarse en una silla giratoria mientras el resto hacía un círculo alrededor. Por turno, al sentado se le hacían observaciones agradables, resaltando sus cualidades presuntas, mientras éste debía mirar a los ojos al elogiador o emisor de bienaventuranzas. El sistema se usaba para cargar de energías positivas al otro. No era fácil tragarse el cuento.¿Demasiado tropical para la personalidad del ciudadano común de estas latitudes? Lo cierto es que al comienzo se hacía soportable, pero a medida que avanzaba el número de frases de elogio, al individuo de la silla giratoria se le comenzaban a parar los pelos. ¿Para qué tanta cosa linda por turno y por obligación? Y el sufrido receptor trata de mantener una sonrisa escarchada en la cara sin dejar traslucir que está por ladrarle al próximo del círculo. Porque el jueguito se va pareciendo a una burla, y si alguien tiene baja autoestima, no creerá ni uno solo de los piropos, todos le parecerán insultos y lo único que deseará será salir corriendo de allí. De manera que se necesita aprender a recibir elogios sin tomarlo a mal y agradecerlos, sin rechazar al interlocutor. Es comprensible que pueda molestar si se nota demasiado que el halagador lo hace sólo por interés de conseguir algo del personaje que está adulando, sin embargo es una tarea por cumplir para la gente que no los tolera. Algo anda cojeando en su adaptabilidad social, como se notó en el seminario aquel, pues varios participantes estuvieron a punto de tirar la esponja en el momento que debería haber sido el más agradable.
Por mi parte me hago el propósito de aceptar elogios sin buscarle cuescos a la breva, aunque las mecánicas frases amables que usan funcionarios y vendedores me haga recordar que la suya es una lección aprendida y que no siempre alcanzan a recitar el texto completo. Pero no se puede negar que algo queda al escuchar tales palabras, algún calorcillo se prende por dentro y hasta el entorno menos amigable pierde sus aristas de agresividad.

Hace bastante tiempo que no entro en una comisaría, pero no me extrañaría escuchar al cabo de guardia – esa estatua impasible y muda – volver a la vida, mostrar los dientes en una sonrisa y decirle a la atribulada víctima que fue a estampar una denuncia por asalto: “Muchas gracias, dama, por preferir nuestra institución, estamos a su servicio.. Hágase cliente frecuente, tendrá grandes ventajas. Que tenga un buen dí.... No se enoje señora, usted sabe, yo solo obedezco órdenes”.

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