Lorena Díaz Meza
El comisario miró el cuerpo, anotó lo que le había dicho uno de sus detectives y salió de la habitación. No había más pistas tras el primer peritaje; el arma no estaba en el lugar, y seguramente nunca la encontrarían, en la cama un hombre con dos heridas de bala, se encontraba de espalda, como tratando de cubrir el charco de sángre que había bajo su cuerpo, y en el suelo una mujer también herida de muerte, la que a pesar de las circunstancias, se notaba aun atractiva. No había testigos ni se escucharon los disparos la noche del crimen.
El comisario le dio el día libre a sus hombres; sería un caso difícil de esclarecer por falta de pruebas y la perfección del asesino. Además el comisario había amanecido con un insoportable dolor de cabeza y no tenía ganas de alimentar más a aquel mal fin de semana.
Fue la tarde anterior cuando salió de su casa, como muchas otras tardes —y noches—, argumentando a su esposa que lo llamaron por un caso urgente de resolver. Llegó hasta el bar, pero Lucía, por segunda vez lo dejó esperando. En esta oportunidad no creería en excusas. Antes que oscureciera llegó al hospital donde ella trabajaba; con la placa en mano era fácil saber de ella. Pero no estaba, no estaba ni llegaría, porque tampoco tendría turno por la noche.
Malhumorado decidió volver a casa y calmar la pasión con su mujer. Fue cuando estaba esperando que el semáforo diera el verde, que la vio. Era la mujer. Era ella en el auto de otro hombre. Los siguió hasta que el auto se perdió tras las huinchas de goma que hacían de cortina en el “Marín 014”. Perra, pensó. Definitivamente no volvería a estar con ella, ya no era el único, ya no tenía la exclusividad, ya no sería ella la que lo hiciera liberarse de las tensiones del trabajo y sacarse el letargo de su hogar de encima. Ya nunca más. Nunca más querría sentir aquel perfume ni mantenerle el gusto que ella tenía por carteras y zapatos. Y el pañuelo negro, ese pañuelo que ella usaba al cuello y con el que luego le pedía que la atara o amordazara para jugar a creer que lo hacían a la fuerza. Nunca más. Volvió a su casa y en vano quiso conciliar el sueño.
Aquel y todos los siguientes días, serían ‘un mal día’. Perra pensó, y se levantó para intentar calmar la ira y serenar ese sentimiento de traición que le hervía la sángre y que jamás había sentido junto a su mujer. Salió y volvió al amanecer. Con su uniforme siempre impecable, el arma bien puesta en su lugar y con aliento a alcohol.
Mientras dejaban el lugar del crímen, uno de sus hombres se acercó ansioso, con algo entre las manos.
— Jefe, encontramos huellas de un treinta y nueve aproximadamente, cinco disparos en total y un pañuelo negro atado a una de las muñecas de la mujer. Nada que nos ayude aún, pero acá los hombres propusieron que ellos pueden quedarse trabajando.
El comisario negó con la cabeza, él ya había dado una orden. Volvió a la habitación junto al detective y con la serenidad que le daba la costumbre de su trabajo, se acercó al cuerpo de la mujer desnuda, anotó un par de cosas en su libreta, frunció la nariz como tratando de oler alguna pista, y dio media vuelta. Perra pensó, mientras salía.
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