domingo, 24 de enero de 2016





LLUVIA EN PRIMAVERA
                       
Rolando Salas

¡Lluvia en primavera!
Parece que la tierra
se enamora.
Parece que de pronto se olvidara
del miedo y las congojas
que corren por sus venas.
Se olvidara
de las bocas con hambre,
de las mujeres ofendidas,
muertas
al tranco de los días.
Primavera.
Es de nuevo el milagro,
la estación que regresa
intentando
que nos enamoremos
de la vida;
que nos enjuguemos las lágrimas
y caminemos sin prisa
hacia el mercado.

La tierra se engalana
para en cada noche
disfrutar del amor
y sus rosales.
En cada amanecer
se escuchan sus gemidos de pasión
y los pájaros alegres
acompasan con sus trinos
la orgásmica aventura
de la madre que nos vive.

Pero siguen tenaces
las tinieblas
de la guerra y el hambre.
Siguen los huesos del mundo
atenazando penas.

Sin embargo, embriagados
de una paz
minúscula y secreta,
cercano a los amores
que fueron y pasaron,
junto a las flores y a las bestias
de pelajes puros
y pupilas de limpio amanecer
arrebolado,
descubre uno
la aventura de existir
y habitar en los días
y en las noches
como en un tren de lejanías.

¡Lluvia en primavera!
Se visten los almendros
de mil gotas de agua
engalanada,
ajenos al furor y al dolor
de los hombres y sus penas;
ajenos al fragor
de ministerios y decretos,
los almendros y las rosas
se ponen a danzar
como si fueran pájaros
que inician
un saturnal cortejo
de amor bajo las nubes.



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                                               LAS HORAS DE LA NOCHE
    
                                                                                                         Mario Cáceres C.

       Todas las noches en sus horas amargas, me arranco el corazón, pero  cuando amanece y los fantasmas oscuros mueren con la luz;el   corazón   regresa   a   su   sitio   y   palpita   de   nuevo,   aunque   sufre
porque  vendrán de nuevo las terribles horas de la noche.
        El día trae sus temores y muestra la verdad, la tragedia de la vida. En la casa de reposo Santa Rosa, los desesperados como yo, me hacen sonreír. Carlos, un hombre calvo como bola de billar, de  baja estatura, está convencido que soy su profesor y todas las mañanas se acerca con un destartalado silabario Matte – El Ojo - y me recita /Qué linda es la rama/ la fruta se ve/ Si lanzo una piedra/ tendrá que caer.  Siempre se equivoca en estos versos / Mis buenos maestros/ dirían tal vez /que niño tan malo/ no jueguen con él.  Me  dice que no es el niño tan malo y ¿por qué no juegan con él? Y está ese otro, larguirucho, que es ver al Quijote. Un anciano cura jesuita que ha perdido la fe. La extravió al momento de descubrir que los  mandamientos fueron escritos mucho antes por los egipcios; en el Libro de los muertos. Y mi buen Pedro, que odia a los pájaros y se  disfraza   con   un   sombrero   alón   y   paja   seca   con   que   cubre   sus manos   y   pies,   se   ubica   estático   en   el   medio   del   patio   y   es   el Espantapájaros del lugar, permanece horas en esa posición, hasta que el cansancio le desvanece. Y ese otro loco que canta y todos los habitantes de la casa lo acompañan con el bam, bam, bam,   
premunidos de jarros, palos y bastones. Y cantan 
    Quiero una ramera gorda, bam, bam, bam
    Que caliente mi cuerpecito, bam, bam, bam
    Una ramera joven, bam, bam, bam
    Que baile desnuda en mi cama, bam, bam, bam
    Y otra ramera chiquita, bam, bam, bam
    Que bese mi ombliguito, bam, bam, bam

               Y así, una y otra vez. Esto no está en mi personalidad algo desquiciada,   ¡No!   El   cantito   se   repite   hasta   que   aparecen   dos hombrones de blanco que me ponen una camisa de fuerza y una  inyección en el trasero y duermo con miedo, aunque sea de esta forma, duermo algunas horas, porque llegará la noche. Esas horas en   que   las   imágenes   del   recuerdo   regresan   y   me   arranco   el corazón. Mis errores, los pecados, aquellos que ofendí, dañé, me indican con el dedo como fantasmas en pena  y mi amor que se desvanece ante mis ojos, ella a quién más le fallé en mi vida. Es la  mariposa   sin   alas,   mariposa   de   alas   rotas,   solo   es   una   sombra perdida   en   el   espacio.   Ruedan   por   mis   mejillas   lágrimas   del desamor  ¡Oh! ¡Mi Dios! ¿Por qué en la vejez las horas de la noche se hacen eternas? Amada, si vinieras a visitarme, la letra del tango
aquel, “Desatando los recuerdos del ayer/ en la triste realidad de mi  vivir/ escuché tu voz distante y mi querer/ sollozó en la sombra larga de tu olvido/ Bajo el soplo agonizante de la tarde/ caen las hojas del otoño junto a mi/ Estoy solo en mi dolor y tengo miedo/ de esta ausencia que me aleja más de ti. Mi mariposa sin alas, eres una sombra perdida en el espacio. Y quizás los recuerdos en la locura del   olvido   espantarían   las   terribles   horas   de   la   noche   y   no   me arrancaría, desesperado, el corazón…
   

EL OJO
          Una de las cosas que atacaron mi curiosidad desde que las vi, fueron las puertas ubicadas en semicírculos, en la plazoleta, a los costados de la entrada principal del Cementerio General. Consultas en Internet y al administrador del cementerio, disminuyeron algo esta insistente inquietud. La respuesta es que fueron   estacionamientos   de las  carrozas  mortuorias,   tiradas  por  caballos   y utilizadas   en   épocas   pasadas.   Aún   con  esta  información  en  mi poder  me acerqué a investigar. Encontré unas puertas formidables provistas de grandes  cerrojos. Mis genes voyeristas o mirones me incitaron a escudriñar por una de  esas   aberturas.   Miré   hacia   todos   lados   y   cuando   nadie   se   percataba   de   mi  intención,  tomé esa ridícula posición del mirón y… mi ojo encontró al otro lado  de la puerta,   otro  ojo que  me   atisbaba sin pestañear.  Fue  tal  el impacto  que  aterricé con mi humanidad en el suelo, la respiración agitada y el corazón con las revoluciones a mil, escalofríos desde la cabeza a la punta de los pies. Más calmado,   me   ubiqué   en   la   puerta   contigua                      y   en   un   arranque   de   valentía,  procedí a fisgonear. De nuevo, el mismo ojo me espiaba sin pestañear. Esta vez salí huyendo y marcando la señal de la cruz sobre mi pecho. Ese severo e  inquisidor ojo, el iris de ese ojo, que nunca olvidaré, era el de mi madre, digo era, porque ella falleció hace doce años atrás….
  
OJO POR OJO
         
El   barrio   en   donde   vivo   es   muy  peligroso,   debido   a   los   drogadictos   y  delincuentes  juveniles, capaces de asaltarte sin miramiento alguno. Es por esta  razón   que   llevo   en   la   sobaquera   de   electricista,   junto   a   los   alicates   y destornilladores,   una   pistola,   para   defender   mi   vida.  Ayer,  se   presentó   esa
situación.  El jefe de la pandilla me arrebató el bolso con mercadería que con   mucho  esfuerzo  económico,  compré  para  mis   hijos.   El   maldito   además   me amenazó, ubicando  el dedo medio y el índice sobre los ojos y con la otra mano un gesto de cortarme el cuello. Me indigné ante esos ademanes, y  que me quitara los alimentos para mi familia. Saqué la pistola y le descerrajé un tiro en una  pierna,   y   con   el   alicate   le   saqué   parte   de   la   dentadura.   Me di vuelta  y enfrentando a los pandilleros, imité el gesto de los dedos sobre los ojos, un diente en el alicate y les grité. - Está en la Biblia:  “ojo por ojo y diente por  diente”  Desde   entonces   me   rehúyen   con   temor   y,   ahora,   en   la   pobla   me apodaron el Bíblico.
  
EN CADA MIRADA
          
Mi mujer dijo – en una airada discusión por celos- “Detrás de tu mirada de  indignación  me  parece  que  siempre  ocultas   algo.”   Para  no  continuar  con  la disputa, me encerré en el baño. Ya, más tranquilo me observé en el espejo, y  esos ojos  ubicados en el vidrio, le dieron la razón.
   
El MIRÓN Mario Alfredo Cáceres Contreras







SUCESOS  EN LA AVENIDA DE LOS MONUMENTOS

                                                                                                                    Enrique Lamas Morales



Desde su  inicio  a  su  final  en  la  estación  del  metro   Pirámide,   la  Avenida  de  Los  Monumentos  era  una  ancha  terraza, paseo peatonal,  con caminos  de  baldosas multicolores,  especial para  desfiles  y  eventos  de  gran  concurrencia. Corría  esta  avenida   de  sur  a  norte  y  al  oriente  y  al  poniente de  ella, circulaba  la  locomoción  colectiva,  generalmente  de  tránsito   lento por el atochamiento de  vehículos.  El centro  mismo  del  espacio  lo  recorrían   arboledas  y  jardines que eran  interrumpidos  cada  cierto  trecho por plazoletas donde  se  levantaban  estatuas y  esculturas que  enaltecían  a  los  héroes, próceres,  estadistas  señeros  y  a  las  figuras  relevantes de  la  literatura, el  arte  y  la  ciencia del  país.  En  una  plazuela  especial  dedicada  a  los  premios  Nobel,  esculturas  de  una  mujer con  un  libro  sobre  sus  rodillas  en actitud  de  escribir  y  dos  varones de  pie,  indicando  con  sus  brazos un   punto  en  el  horizonte.
     Al  final  de  la  avenida  sobre  la  estación  del  metro,  se  alzaba  majestuosa  la  construcción  de  una  pirámide  en  un  estilo mezclado de  azteca  y  maya  por  su  cono  superior.
     De  los   escalinatas  que   subían  y  bajaban  al   tren  subterráneo  brotaban  cientos  de  personas en  calidad  de  hormigas  que  portaban  celulares  y  estaban  siempre  hablando  o  picoteando  mensajes en  esos  teléfonos.
     Millaray  viajaba  en  un  bus con  estudiantes  en  una  viaje  programado  para  conocer el  museo  interactivo,  ubicado  al  interior  de  la  referida  pirámide. Sentada   en  segunda  fila  lado  del  pasillo,  podía  observar  por el  amplio  parabrisas  la  calle  en  toda  su  amplitud.
     De  improviso  se  levantó  de  su  asiento,  se  acercó al  conductor  del  bus  y  le  pidió  con  ansiedad  que  disminuyera  la velocidad  de  la  máquina, diciéndole  :  “Hay  un  joven  tendido  en  el  pavimento”.
     - Niñita,  yo  no  veo a nadie,  dijo  el  conductor.
     Por  las  dudas  disminuyó  la  velocidad.  A unos  treinta  metros  lo  vio  claramente  y  pudo  frenar  sin  atropellarlo.
     El  conductor  con  la  ayuda  de un  transeúnte  levantó  a  un  muchacho  que  se  tambaleaba  al  caminar  y  mostraba  sus  ojos  extraviados.  Era la mirada  vacía  de  la  droga.
     El  bus  avanzó  una  media cuadra  más   hasta  un  estacionamiento  cercano  a  la  entrada  del  museo.  Todos  los  estudiantes  bajaron.
     ¿Pero  cómo  pudiste  verlo  de  tan  lejos?, le  preguntaron.
     Millaray  recordó  en  ese  momento  el  insulto  que le había  aplicado  su   compañera  Luisa   y  solamente  respondió :  “tuve   una  corazonada”.
     Impresionada aún  por  lo  sucedido,  quiso  descansar  un  poco  en  un  asiento  que estaba  frente  a  un  gran  macizo de  achiras  y  penachos,  sin  percatarse  que  un  señor  de  edad estaba  también  sentado  allí,  inclinado   hacia adelante  apoyándose  en   un  bastón  de  color  rojizo.
      - Hiciste  una  obra   de  bien.  Salvaste  una  vida, le  dijo  el  caballero.
      - Señor,  ¿cómo  puedo  usted   saberlo  si  no  viajaba  en el  bus ?, contestó  Millaray,  sorprendida.
     - No  te  inquietes.  Así  como    te  entrenaste  en  la  capacidad  de   ver   lejos,  yo  cultivé  la  capacidad   de   “saber  antes”.
     - Pero,   eso  no  lo  entiendo.
     Me  refiero   a  cultivar  la  sensibilidad - continuó  el  viejo - Dentro  de  nosotros  hay un  órgano  inubicable  que se  llama  sensibilidad,  ¿conoces    el  arpa?
     - ¿El   instrumento   musical?
     - El  mismo.  Ese  que  tiene  muchas  cuerdas.  Así  es  nuestro  órgano sensible.  Cuando  sus  cuerdas están  afinadas,  nosotros  nos sentimos  bien  y advertimos  lo que  sucede  antes  que  los  demás  lo  hagan.
     -  ¿Y  cuando están  desafinadas?
     - Ahí  sabrás   que  algo  te  hiere o  te  molesta.  Mira  a  tu  interior  y conocerás  las  vibraciones  de  tus  cuerdas.  La  que corresponde  a  la  serenidad cuando  está afinada  es  la  misma  de  la  intranquilidad  en  caso  contrario.  Así  pasa con  las  otras  cuerdas:
                  La  suavidad   y  la  brusquedad.
                  La  valentía  y  la  cobardía.
                  La  franqueza  y  la  hipocresía.
                  La  honestidad  y  la deshonestidad,    etc., etc.
     -  Y  yo ¿qué puedo hacer?,  preguntó  Millaray.
     - Conocer   y afinar  tus cuerdas. Cuando  progreses  y  estés  en  buena  onda,  podrás conocer las  vibraciones  de los  demás  y  también  los  pensamientos  que  estén   asociados  a  esas  cuerdas... ¿Comprendido?
     - ¡Comprendido!,  contestó   la  niña.
     - Recuerda  que todos los  días  es  necesario  practicar  un  poco- continuó   el viejo   mirándola  con  simpatía. Entonces  se  levantó  del  asiento y  se  marchó.
     Millaray  observó  cómo  se  alejaba,  que  caminaba  firme  y  erguido y  que  el  bastón  poco le servía como  apoyo.  Pensó: quizás   si  el bastón  le  sirve  de  antena y  en el  interior  tiene  una  radio  y  de  esa  manera   se  entera  de  lo  que  sucede  antes  que  los  otros.
     Era,  en  verdad,  asunto  misterioso,  porque  el   bastón  de  madera  común  y  rústico  tal  vez   le servía  solamente para  alejar  a  los  perros  cuando  se  acercaban  a  husmearlo.  Millaray  se  levantó   para  preguntarle  algo  más  al  respecto,  pero  el  viejo señor  ya  había  desaparecido  detrás  del  macizo  de  achiras y  de   penachos  rojos  y  amarillos.
     En  la  noche  faltó  a  la promesa  hecha   a  su  madre  de  escribir  en  el diario  del viaje.  Se  quedó  dormida.
     En  su  sueño  el  viejo  señor  se  parecía  más  bien  a  su  padre,  y  ella  y  él  se  entretenían  en  abrir  cortinas  de  muchos  escenarios  donde  aparecían   seres  fantásticos  y  brillantes. En  el  fondo  de  cada  escenario  un  letrero  luminoso  señalaba :  “ Entra  con  cuidado , sin  lastimar.  Es  tu  mundo  interior.”






                                            PATRULLA NOCTURNA

                                                                                                 Patricio Duarte



Sentado frente a su chimenea y con un grueso chal sobre sus piernas, una vez más miró caer la copiosa lluvia por la ventana mientras otro día más empezaba a morir en el ocaso de su amada Punta Arenas. Tomó el cuaderno y su lápiz de mina (“para borrar los errores”, pensó) y se dispuso a escribir; notó un leve temblor en su mano izquierda, pero él sabía que no era el Parkinson, sino la emoción que lo embargaba cada vez que se acordaba de aquel episodio que ya se perdía en el pasado. Mientras, su esposa le preparaba una mezcla de hierbas con miel, “bien calentita”, como le gustaba a él.

     La patrulla avanzaba en silencio absoluto y con el máximo de los sigilos en la oscuridad de la noche. Estaba conformada por cinco combatientes y se movía cubriendo el terreno en forma de abanico. Al frente iba el sargento segundo Monardes, de baja estatura pero de recia contextura; luego tres hombres que habían llegado a la zona hacía tres semanas, y en la retaguardia el soldado Pérez, quien caminaba de lado y mirando hacia atrás para cubrir de mejor manera las espaldas de sus compañeros. Este era un buen muchacho que ya había terminado su servicio militar pero que había decidido quedarse debido a la gravedad de la situación.
     La noche, como siempre, estaba fría y la lluvia se acercaba. Monardes ya sentía unas finísimas gotas sobre el rostro traídas por el viento, y sobre la vestimenta de combate se había puesto una manta de Castilla que le habían traído de Chiloé. Esta funcionaba como capote impermeable para la lluvia, y su fusil, al lado izquierdo. Él en realidad era zurdo y aunque en el Ejército había aprendido a disparar con la diestra, en estas difíciles circunstancias prefería confiar en la habilidad de su mano predilecta. El dedo índice crispado sobre el gatillo y los ojos avizores como los de un gavilán completaban el cuadro. A pesar de toda la indumentaria, el frío mordía sobre todo cuando venía acompañado de viento. Todavía quedaban parches de nieve, y sobre las suaves colinas se cernía un manto de vaho blanquizco-amarillento que hizo a Monardes recordar al curita de la parroquia, quien en las prédicas animaba a defender a la patria y que hablaba de las guerras como una señal del fin de los tiempos. Y decía que uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, el cuarto, la Muerte, era amarillo. Pero el griego en que fue escrito decía “klorós”, que significa verde-amarillento, el color que Monardes había visto más de alguna vez en el rostro de los muertos, lo cual era confirmado por el tinte del cloro que vendía el viejito ese en su carrito en unas garrafas de vidrio en la población. La Luna, que ya estaba casi llena más allá de las nubes, era la que sin duda daba ese tono siniestro de muerte a esos páramos.
     Él siempre prefirió ir adelante. Aunque era el jefe de la patrulla y podía ser el primero en caer herido y morir, decía que los jefes debían dar el ejemplo y no esconderse atrás como mujercitas. Ese ejemplo era lo que podría llevarlos a la victoria, y estaba convencido de que el resto de la patrulla cumpliría las órdenes hasta el final.
Los tres hombres que iban al medio eran “paisas” que tenían muy poco entrenamiento militar, pero que en tres semanas habían llegado a conocer  muy bien su fusil. La seriedad y la premura de los acontecimientos habían llevado a los jefes a aceptar voluntarios de entre la población civil, lo cual mostraba lo delicado de la situación. Pero Monardes confiaba plenamente en ellos; él mismo los había instruido, y más de alguna vez había dicho que “éstos son más peligrosos que mono con navaja”.
     Mientras avanzaban por las colinas matizadas de pequeños arbustos contraídos en sus formas por la fuerza de los vientos, recordaba las enseñanzas que les había impartido a todos los que fueron sus conscriptos. Cuando estaba rodeado por ellos mientras los instruía, lo que más les recordaba al final era “y no olviden el 10 por uno”, y hacía una pausa a propósito. Sabía que alguien le diría con voz potente y clara:
—¡Permiso para hacerle una pregunta, mi sargento!
     Y él con mucha pausa se dirigía con una mirada inquisidora a quien formulaba la pregunta:
—Hágala, conscripto.
—¿Y qué es el 10 por uno, mi sargento?
     Y ahí Monardes miraba hacia el cielo, entrecerraba los ojos con profunda satisfacción y luego respondía:
—El diez por uno lo inventaron los mejores combatientes de la historia, los caballeros templarios. Quiere decir que hay que matar a 10 enemigos antes que lo maten a uno. Pero yo no soy muy exigente y me conformo solo con la mitad, con que ustedes maten a cinco argentinos antes de morir ustedes.
    Y esto lo decía sabiendo que en ese entonces, en 1978, la proporción de fuerzas era de 5 a uno a favor de los trasandinos, aunque hubo algunos que la redujeron a 3 por uno.
   Pero algo crispó los nervios de Monardes. Mientras subían una suave pendiente una leve ráfaga de viento trajo ciertos olores inconfundibles a su nariz. Sus avezados sentidos, más que entrenados en los cerros y colinas del noreste de Punta Arenas, le indicaban olor a ropa mojada, a comida, a hombres, al fierro del armamento. De inmediato levantó su brazo derecho y en silencio ordenó por señas el alto. Juntó a sus hombres y les señaló que estaba seguro de que había personal al otro lado de la colina. Había que ser muy cautos, pues sabían que otra patrulla chilena se estaba moviendo unos 500 metros al sur de ellos y no tenían noticias del norte, y considerando que el silencio radial era absoluto,  sería muy fácil confundirse y trabarse en combate entre ellos mismos. Así, les indicó que permanecieran en el lugar y que él iría a explorar.
     Avanzó con gran precaución y llegó a la cima. En efecto, unos 200 metros más adelante había seis hombres, y Monardes supo de inmediato que eran argentinos. Cinco yacían recostados en el suelo sobre unas frazadas alrededor de una pequeña fogata, las armas estaban agrupadas a un lado junto a una piedra, y sólo un soldado, sentado en otra roca, tenía el fusil en el hombro. Pero de ahí a que moviera su brazo para tomarlo y se pusiera en posición de disparo ya sería hombre muerto. El sargento reconoció en los rostros con los pómulos salientes la fisonomía de los indígenas del sur argentino, pero uno de los hombres tenía rostro de piel clara, el cual tenía que ser algún oficial a cargo. Mascaban carne seca y cebaban el mate reglamentario. Los soldados chilenos jamás dejaban abandonadas sus armas, y Monardes pensó: “Con una sola granada al medio los envío a todos estos huevones desmembrados al purgatorio”, pero las órdenes perentorias eran esperar el ataque de los argentinos y en segundo lugar disparar ellos repeliendo la agresión.
    Monardes regresó de inmediato e informó a sus hombres. Les ordenó abrirse y ponerse de a dos al costado de los argentinos, y él avanzaría de frente y por el medio, como decía el general Baquedano. Cuando vio a sus hombres ubicados, se acercó al grupo y gritó:
—¡Todos quietos, mierda! ¡Nadie se mueva, de guata en el suelo y las manos en la nuca!
    Los argentinos, sorprendidos al máximo, seguro que experimentaron todo tipo de sensaciones, incluso que les estuviesen echando nieve por sus tibias espaldas. Sin saber de cuanta gente estaban rodeados, obedecieron de inmediato. El sargento volvió a bramar:
—¡Y qué hacen ustedes, culiados, en territorio chileno! ¡Por lo menos están corridos 500 metros!
    El jefe argentino se delató de inmediato, y respondió:
—Nos perdimos, jefe.
—¡Y quién te va a creer a vos, conchetumadre!, y enseguida el chileno agregó:
—¡Quién está a cargo!
—Yo, jefe, respondió el capitán trasandino.
—¡Nombre!, tronó Monardes, y recibió de vuelta:
—Sciolatti.
   “Claro, otro italianucho”, pensó el sargento, y entendía que con solo una ráfaga lo despedazaría, ya que había ordenado poner balas incendiarias en su fusil. Pero agregó:
—Recoge las armas, Pérez, y cachéalos.
    El soldado de inmediato los revisó, les quitó las pistolas y amontonó sus mochilas y pertrechos, mientras los tres “paisas” vigilaban. Luego Monardes los separó y los orientó unos 50 metros hacia el este. Y en un momento de gloria se le ocurrió revisar los bolsillos de la parka del capitán. Al hacerlo en uno de ellos sintió unos papeles, hizo una especie de bola con ellos debido a lo áspero del guante, y se los metió bajo la manta. Luego se separó de ellos, llamó a sus hombres, y rugió:
—¡Apunten!
   Los argentinos gemían y Monardes escuchó un
—¡No, señor, por favor!
    Luego el chileno les gritó:
—¡Corran, y no los quiero ver más por aquí, reculiados!
    Mientras los argentinos corrían hacia la frontera como liebres creyendo que los chilenos les dispararían por atrás, Pérez gritó:
—Si corrieran siempre así, estos conchesumadres ganarían hasta en los juegos olímpicos.
    Y las carcajadas nerviosas se perdieron en lo profundo de la noche.
    Regresaron con el botín a su punto base, revisaron las mochilas de los argentinos y Monardes se acordó de los papeles. Ahora con cuidado los estiró y no podía creer lo que veía. Eran mapas que la avanzada argentina había levantado para indicar los senderos que agilizarían la invasión, y el sargento de inmediato radió en clave a los jefes del área.
    El estado mayor en Punta Arenas y la inteligencia no lo podían creer. Había sido una audaz movida del destino: era una comprobación cierta de lo cerca que estaba la guerra, y de la increíble acción que había efectuado la patrulla de Monardes.

Tomó el lápiz y continuó escribiendo. Entendía que un golpe extraordinario de suerte le había permitido asirse de esos planos, y que en algo había contribuido a que no estallase la guerra. Su viejita le traía otra taza con la infusión, y él respiró profundo mientras unas lágrimas, que secó rápidamente, bajaron por sus mejillas. Y de paso, miró de reojo la Medalla al Valor que había recibido por esa misión.





REVISTA N° 23
CÍRCULO LITERARIO DE MAIPÚ









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