LLUVIA
EN PRIMAVERA
Rolando Salas
¡Lluvia
en primavera!
Parece
que la tierra
se
enamora.
Parece
que de pronto se olvidara
del
miedo y las congojas
que
corren por sus venas.
Se
olvidara
de
las bocas con hambre,
de
las mujeres ofendidas,
muertas
al
tranco de los días.
Primavera.
Es
de nuevo el milagro,
la
estación que regresa
intentando
que
nos enamoremos
de
la vida;
que
nos enjuguemos las lágrimas
y
caminemos sin prisa
hacia
el mercado.
La
tierra se engalana
para
en cada noche
disfrutar
del amor
y
sus rosales.
En
cada amanecer
se
escuchan sus gemidos de pasión
y
los pájaros alegres
acompasan
con sus trinos
la
orgásmica aventura
de
la madre que nos vive.
Pero
siguen tenaces
las
tinieblas
de
la guerra y el hambre.
Siguen
los huesos del mundo
atenazando
penas.
Sin
embargo, embriagados
de
una paz
minúscula
y secreta,
cercano
a los amores
que
fueron y pasaron,
junto
a las flores y a las bestias
de
pelajes puros
y
pupilas de limpio amanecer
arrebolado,
descubre
uno
la
aventura de existir
y
habitar en los días
y
en las noches
como
en un tren de lejanías.
¡Lluvia
en primavera!
Se
visten los almendros
de
mil gotas de agua
engalanada,
ajenos
al furor y al dolor
de
los hombres y sus penas;
ajenos
al fragor
de
ministerios y decretos,
los
almendros y las rosas
se
ponen a danzar
como
si fueran pájaros
que
inician
un
saturnal cortejo
de
amor bajo las nubes.
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LAS HORAS DE LA NOCHE
Mario Cáceres C.
Todas las noches en sus horas amargas,
me arranco el corazón, pero cuando
amanece y los fantasmas oscuros mueren con la luz;el corazón
regresa a su
sitio y palpita
de nuevo, aunque
sufre
porque
vendrán de nuevo las terribles horas de
la noche.
El día trae sus temores y muestra la
verdad, la tragedia de la vida. En la casa de reposo Santa Rosa, los
desesperados como yo, me hacen sonreír. Carlos, un hombre calvo como bola de
billar, de baja estatura, está
convencido que soy su profesor y todas las mañanas se acerca con un
destartalado silabario Matte – El Ojo - y me recita /Qué linda es la rama/ la
fruta se ve/ Si lanzo una piedra/ tendrá que caer. Siempre se equivoca en estos versos / Mis
buenos maestros/ dirían tal vez /que niño tan malo/ no jueguen con él. Me dice que no es el niño tan malo y ¿por qué no
juegan con él? Y está ese otro, larguirucho, que es ver al Quijote. Un anciano
cura jesuita que ha perdido la fe. La extravió al momento de descubrir que los mandamientos fueron escritos mucho antes por
los egipcios; en el Libro de los muertos.
Y mi buen Pedro, que odia a los pájaros y se disfraza
con un sombrero
alón y paja
seca con que
cubre sus manos y
pies, se ubica
estático en el
medio del patio
y es el Espantapájaros del lugar, permanece horas
en esa posición, hasta que el cansancio le desvanece. Y ese otro loco que canta
y todos los habitantes de la casa lo acompañan con el bam, bam, bam,
premunidos
de jarros, palos y bastones. Y cantan
Quiero una ramera gorda, bam, bam, bam
Que caliente mi cuerpecito, bam, bam, bam
Una ramera joven, bam, bam, bam
Que baile desnuda en mi cama, bam, bam, bam
Y otra ramera chiquita, bam, bam, bam
Que bese mi ombliguito, bam, bam, bam
Y así, una y otra vez. Esto no
está en mi personalidad algo desquiciada,
¡No! El cantito
se repite hasta
que aparecen dos hombrones de blanco que me ponen una
camisa de fuerza y una inyección en el
trasero y duermo con miedo, aunque sea de esta forma, duermo algunas horas,
porque llegará la noche. Esas horas en
que las imágenes
del recuerdo regresan
y me arranco
el corazón. Mis errores, los pecados, aquellos que ofendí, dañé, me indican
con el dedo como fantasmas en pena y mi
amor que se desvanece ante mis ojos, ella a quién más le fallé en mi vida. Es
la mariposa sin
alas, mariposa de
alas rotas, solo
es una sombra perdida en
el espacio. Ruedan
por mis mejillas
lágrimas del desamor ¡Oh! ¡Mi Dios! ¿Por qué en la vejez las horas
de la noche se hacen eternas? Amada, si vinieras a visitarme, la letra del
tango
aquel,
“Desatando los recuerdos del ayer/ en la triste realidad de mi vivir/ escuché tu voz distante y mi querer/
sollozó en la sombra larga de tu olvido/ Bajo el soplo agonizante de la tarde/
caen las hojas del otoño junto a mi/ Estoy solo en mi dolor y tengo miedo/ de
esta ausencia que me aleja más de ti. Mi mariposa sin alas, eres una sombra
perdida en el espacio. Y quizás los recuerdos en la locura del olvido
espantarían las terribles
horas de la
noche y no
me arrancaría, desesperado, el corazón…
EL
OJO
Una de las cosas que atacaron mi
curiosidad desde que las vi, fueron las puertas ubicadas en semicírculos, en la
plazoleta, a los costados de la entrada principal del Cementerio General.
Consultas en Internet y al administrador del cementerio, disminuyeron algo esta
insistente inquietud. La respuesta es que fueron estacionamientos de las carrozas mortuorias,
tiradas por caballos
y utilizadas en épocas
pasadas. Aún con esta información
en mi poder me acerqué a investigar. Encontré unas
puertas formidables provistas de grandes cerrojos. Mis genes voyeristas o mirones me
incitaron a escudriñar por una de esas
aberturas. Miré hacia
todos lados y cuando
nadie se percataba
de mi intención, tomé esa ridícula posición del mirón y… mi ojo
encontró al otro lado de la puerta, otro
ojo que me atisbaba sin pestañear. Fue
tal el impacto que aterricé
con mi humanidad en el suelo, la respiración agitada y el corazón con las
revoluciones a mil, escalofríos desde la cabeza a la punta de los pies. Más calmado, me
ubiqué en la
puerta contigua y
en un arranque
de valentía, procedí a fisgonear. De nuevo, el mismo ojo me
espiaba sin pestañear. Esta vez salí huyendo y marcando la señal de la cruz
sobre mi pecho. Ese severo e inquisidor
ojo, el iris de ese ojo, que nunca olvidaré, era el de mi madre, digo era,
porque ella falleció hace doce años atrás….
OJO
POR OJO
El barrio
en donde vivo
es muy peligroso,
debido a los
drogadictos y delincuentes juveniles, capaces de asaltarte sin miramiento
alguno. Es por esta razón que
llevo en la
sobaquera de electricista, junto
a los alicates
y destornilladores, una pistola,
para defender mi
vida. Ayer, se
presentó esa
situación.
El jefe de la pandilla me arrebató el
bolso con mercadería que con mucho
esfuerzo económico, compré
para mis hijos.
El maldito además
me amenazó, ubicando el dedo
medio y el índice sobre los ojos y con la otra mano un gesto de cortarme el
cuello. Me indigné ante esos ademanes, y
que me quitara los alimentos para mi familia. Saqué la pistola y le
descerrajé un tiro en una pierna, y
con el alicate
le saqué parte
de la dentadura.
Me di vuelta y enfrentando a los
pandilleros, imité el gesto de los dedos sobre los ojos, un diente en el
alicate y les grité. - Está en la Biblia:
“ojo por ojo y diente por diente”
Desde entonces me
rehúyen con temor
y, ahora, en
la pobla me apodaron el Bíblico.
EN CADA MIRADA
Mi mujer dijo – en una airada
discusión por celos- “Detrás de tu mirada de indignación
me parece que
siempre ocultas algo.”
Para no continuar
con la disputa, me encerré en el
baño. Ya, más tranquilo me observé en el espejo, y esos ojos
ubicados en el vidrio, le dieron la razón.
El
MIRÓN Mario Alfredo Cáceres Contreras
SUCESOS EN LA AVENIDA DE LOS MONUMENTOS
Enrique Lamas Morales
Desde su inicio
a su final
en la estación
del metro Pirámide,
la Avenida de
Los Monumentos era
una ancha terraza, paseo peatonal, con caminos
de baldosas multicolores, especial para
desfiles y eventos
de gran concurrencia. Corría esta
avenida de sur
a norte y
al oriente y
al poniente de ella, circulaba la
locomoción colectiva, generalmente
de tránsito lento por el atochamiento de vehículos.
El centro mismo del
espacio lo recorrían arboledas
y jardines que eran interrumpidos
cada cierto trecho por plazoletas donde se
levantaban estatuas y esculturas que enaltecían
a los héroes, próceres, estadistas
señeros y a
las figuras relevantes de
la literatura, el arte
y la ciencia del
país. En una
plazuela especial dedicada
a los premios
Nobel, esculturas de
una mujer con un
libro sobre sus
rodillas en actitud de
escribir y dos
varones de pie, indicando
con sus brazos un
punto en el
horizonte.
Al
final de la
avenida sobre la
estación del metro,
se alzaba majestuosa
la construcción de una pirámide
en un estilo mezclado de azteca
y maya por
su cono superior.
De
los escalinatas que
subían y bajaban
al tren subterráneo
brotaban cientos de
personas en calidad de
hormigas que portaban
celulares y estaban
siempre hablando o
picoteando mensajes en esos
teléfonos.
Millaray
viajaba en un bus
con estudiantes en una
viaje
programado para conocer el
museo interactivo, ubicado
al interior de
la referida pirámide. Sentada en
segunda fila lado
del pasillo, podía
observar por el amplio
parabrisas la calle
en toda su
amplitud.
De
improviso se levantó
de su asiento,
se acercó al conductor
del bus y
le pidió con
ansiedad que disminuyera
la velocidad de la
máquina, diciéndole : “Hay
un joven tendido
en el pavimento”.
- Niñita,
yo no veo a nadie,
dijo el conductor.
Por
las dudas disminuyó
la velocidad. A unos
treinta metros lo vio claramente
y pudo frenar
sin atropellarlo.
El
conductor con la
ayuda de un transeúnte
levantó a un
muchacho que se
tambaleaba al caminar
y mostraba sus
ojos extraviados. Era la mirada
vacía de la
droga.
El
bus avanzó una
media cuadra más hasta
un estacionamiento cercano
a la entrada
del museo. Todos
los estudiantes bajaron.
¿Pero
cómo pudiste verlo
de tan lejos?, le
preguntaron.
Millaray
recordó en ese
momento el insulto
que le había aplicado su
compañera Luisa y
solamente respondió : “tuve
una corazonada”.
Impresionada aún por
lo sucedido, quiso
descansar un poco
en un asiento
que estaba frente a
un gran macizo de
achiras y penachos,
sin percatarse que
un señor de
edad estaba también sentado
allí, inclinado hacia adelante apoyándose
en un bastón
de color rojizo.
- Hiciste
una obra de
bien. Salvaste una
vida, le dijo el
caballero.
- Señor,
¿cómo puedo usted
saberlo si no
viajaba en el bus ?, contestó Millaray,
sorprendida.
- No
te inquietes. Así
como tú te
entrenaste en la capacidad
de ver lejos,
yo cultivé la
capacidad de “saber
antes”.
- Pero,
eso no lo
entiendo.
Me
refiero a cultivar
la sensibilidad - continuó el
viejo - Dentro de nosotros
hay un órgano inubicable
que se llama sensibilidad,
¿conoces tú el
arpa?
- ¿El
instrumento musical?
- El
mismo. Ese que
tiene muchas cuerdas.
Así es nuestro
órgano sensible. Cuando sus
cuerdas están afinadas, nosotros
nos sentimos bien y advertimos
lo que sucede antes
que los demás
lo hagan.
- ¿Y cuando están
desafinadas?
- Ahí
sabrás que algo
te hiere o te
molesta. Mira a
tu interior y conocerás
las vibraciones de tus cuerdas.
La que corresponde a la serenidad cuando está afinada
es la misma
de la intranquilidad en
caso contrario. Así
pasa con las otras
cuerdas:
La suavidad
y la brusquedad.
La valentía
y la cobardía.
La franqueza
y la hipocresía.
La honestidad
y la deshonestidad, etc., etc.
-
Y yo ¿qué puedo hacer?, preguntó
Millaray.
- Conocer
y afinar tus cuerdas. Cuando progreses
y estés en
buena onda, podrás conocer las vibraciones
de los demás y
también los pensamientos
que estén asociados
a esas cuerdas... ¿Comprendido?
- ¡Comprendido!, contestó
la niña.
- Recuerda
que todos los días es
necesario practicar un poco-
continuó el viejo mirándola
con simpatía. Entonces se
levantó del asiento y
se marchó.
Millaray
observó cómo se
alejaba, que caminaba
firme y erguido y
que el bastón
poco le servía como apoyo. Pensó: quizás si el
bastón le sirve
de antena y en el
interior tiene una
radio y de
esa manera se
entera de lo
que sucede antes
que los otros.
Era,
en verdad, asunto
misterioso, porque el
bastón de madera
común y rústico
tal vez le servía
solamente para alejar a
los perros cuando
se acercaban a
husmearlo. Millaray se
levantó para preguntarle
algo más al
respecto, pero el
viejo señor ya había
desaparecido detrás del
macizo de achiras y
de penachos rojos
y amarillos.
En
la noche faltó
a la promesa hecha
a su madre
de escribir en el
diario del viaje. Se
quedó dormida.
En
su sueño el
viejo señor se
parecía más bien
a su padre,
y ella y
él se entretenían
en abrir cortinas
de muchos escenarios
donde aparecían seres
fantásticos y brillantes. En el
fondo de cada
escenario un letrero
luminoso señalaba : “ Entra
con cuidado , sin lastimar.
Es tu mundo
interior.”
PATRULLA NOCTURNA
Patricio Duarte
Sentado frente a su chimenea y con un grueso
chal sobre sus piernas, una vez más miró caer la copiosa lluvia por la ventana
mientras otro día más empezaba a morir en el ocaso de su amada Punta Arenas.
Tomó el cuaderno y su lápiz de mina (“para borrar los errores”, pensó) y se
dispuso a escribir; notó un leve temblor en su mano izquierda, pero él sabía
que no era el Parkinson, sino la emoción que lo embargaba cada vez que se
acordaba de aquel episodio que ya se perdía en el pasado. Mientras, su esposa
le preparaba una mezcla de hierbas con miel, “bien calentita”, como le gustaba
a él.
La
patrulla avanzaba en silencio absoluto y con el máximo de los sigilos en la
oscuridad de la noche. Estaba conformada por cinco combatientes y se movía
cubriendo el terreno en forma de abanico. Al frente iba el sargento segundo
Monardes, de baja estatura pero de recia contextura; luego tres hombres que
habían llegado a la zona hacía tres semanas, y en la retaguardia el soldado
Pérez, quien caminaba de lado y mirando hacia atrás para cubrir de mejor manera
las espaldas de sus compañeros. Este era un buen muchacho que ya había
terminado su servicio militar pero que había decidido quedarse debido a la
gravedad de la situación.
La
noche, como siempre, estaba fría y la lluvia se acercaba. Monardes ya sentía
unas finísimas gotas sobre el rostro traídas por el viento, y sobre la
vestimenta de combate se había puesto una manta de Castilla que le habían
traído de Chiloé. Esta funcionaba como capote impermeable para la lluvia, y su
fusil, al lado izquierdo. Él en realidad era zurdo y aunque en el Ejército
había aprendido a disparar con la diestra, en estas difíciles circunstancias
prefería confiar en la habilidad de su mano predilecta. El dedo índice crispado
sobre el gatillo y los ojos avizores como los de un gavilán completaban el
cuadro. A pesar de toda la indumentaria, el frío mordía sobre todo cuando venía
acompañado de viento. Todavía quedaban parches de nieve, y sobre las suaves
colinas se cernía un manto de vaho blanquizco-amarillento que hizo a Monardes
recordar al curita de la parroquia, quien en las prédicas animaba a defender a
la patria y que hablaba de las guerras como una señal del fin de los tiempos. Y
decía que uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, el cuarto, la Muerte, era amarillo. Pero
el griego en que fue escrito decía “klorós”, que significa verde-amarillento,
el color que Monardes había visto más de alguna vez en el rostro de los
muertos, lo cual era confirmado por el tinte del cloro que vendía el viejito
ese en su carrito en unas garrafas de vidrio en la población. La Luna, que ya estaba casi
llena más allá de las nubes, era la que sin duda daba ese tono siniestro de
muerte a esos páramos.
Él
siempre prefirió ir adelante. Aunque era el jefe de la patrulla y podía ser el
primero en caer herido y morir, decía que los jefes debían dar el ejemplo y no
esconderse atrás como mujercitas. Ese ejemplo era lo que podría llevarlos a la
victoria, y estaba convencido de que el resto de la patrulla cumpliría las
órdenes hasta el final.
Los tres hombres que iban al medio eran
“paisas” que tenían muy poco entrenamiento militar, pero que en tres semanas
habían llegado a conocer muy bien su
fusil. La seriedad y la premura de los acontecimientos habían llevado a los
jefes a aceptar voluntarios de entre la población civil, lo cual mostraba lo
delicado de la situación. Pero Monardes confiaba plenamente en ellos; él mismo
los había instruido, y más de alguna vez había dicho que “éstos son más
peligrosos que mono con navaja”.
Mientras avanzaban por las colinas matizadas de pequeños arbustos
contraídos en sus formas por la fuerza de los vientos, recordaba las enseñanzas
que les había impartido a todos los que fueron sus conscriptos. Cuando estaba
rodeado por ellos mientras los instruía, lo que más les recordaba al final era
“y no olviden el 10 por uno”, y hacía una pausa a propósito. Sabía que alguien
le diría con voz potente y clara:
—¡Permiso
para hacerle una pregunta, mi sargento!
Y
él con mucha pausa se dirigía con una mirada inquisidora a quien formulaba la
pregunta:
—Hágala,
conscripto.
—¿Y qué
es el 10 por uno, mi sargento?
Y
ahí Monardes miraba hacia el cielo, entrecerraba los ojos con profunda
satisfacción y luego respondía:
—El
diez por uno lo inventaron los mejores combatientes de la historia, los
caballeros templarios. Quiere decir que hay que matar a 10 enemigos antes que
lo maten a uno. Pero yo no soy muy exigente y me conformo solo con la mitad,
con que ustedes maten a cinco argentinos antes de morir ustedes.
Y
esto lo decía sabiendo que en ese entonces, en 1978, la proporción de fuerzas
era de 5 a
uno a favor de los trasandinos, aunque hubo algunos que la redujeron a 3 por
uno.
Pero
algo crispó los nervios de Monardes. Mientras subían una suave pendiente una
leve ráfaga de viento trajo ciertos olores inconfundibles a su nariz. Sus
avezados sentidos, más que entrenados en los cerros y colinas del noreste de
Punta Arenas, le indicaban olor a ropa mojada, a comida, a hombres, al fierro
del armamento. De inmediato levantó su brazo derecho y en silencio ordenó por
señas el alto. Juntó a sus hombres y les señaló que estaba seguro de que había
personal al otro lado de la colina. Había que ser muy cautos, pues sabían que
otra patrulla chilena se estaba moviendo unos 500 metros al sur de
ellos y no tenían noticias del norte, y considerando que el silencio radial era
absoluto, sería muy fácil confundirse y
trabarse en combate entre ellos mismos. Así, les indicó que permanecieran en el
lugar y que él iría a explorar.
Avanzó con gran precaución y llegó a la cima. En efecto, unos 200 metros más adelante
había seis hombres, y Monardes supo de inmediato que eran argentinos. Cinco
yacían recostados en el suelo sobre unas frazadas alrededor de una pequeña
fogata, las armas estaban agrupadas a un lado junto a una piedra, y sólo un
soldado, sentado en otra roca, tenía el fusil en el hombro. Pero de ahí a que
moviera su brazo para tomarlo y se pusiera en posición de disparo ya sería
hombre muerto. El sargento reconoció en los rostros con los pómulos salientes
la fisonomía de los indígenas del sur argentino, pero uno de los hombres tenía
rostro de piel clara, el cual tenía que ser algún oficial a cargo. Mascaban carne
seca y cebaban el mate reglamentario. Los soldados chilenos jamás dejaban
abandonadas sus armas, y Monardes pensó: “Con una sola granada al medio los
envío a todos estos huevones desmembrados al purgatorio”, pero las órdenes
perentorias eran esperar el ataque de los argentinos y en segundo lugar
disparar ellos repeliendo la agresión.
Monardes regresó de inmediato e informó a sus hombres. Les ordenó
abrirse y ponerse de a dos al costado de los argentinos, y él avanzaría de
frente y por el medio, como decía el general Baquedano. Cuando vio a sus
hombres ubicados, se acercó al grupo y gritó:
—¡Todos
quietos, mierda! ¡Nadie se mueva, de guata en el suelo y las manos en la nuca!
Los
argentinos, sorprendidos al máximo, seguro que experimentaron todo tipo de
sensaciones, incluso que les estuviesen echando nieve por sus tibias espaldas.
Sin saber de cuanta gente estaban rodeados, obedecieron de inmediato. El
sargento volvió a bramar:
—¡Y qué
hacen ustedes, culiados, en territorio chileno! ¡Por lo menos están corridos 500 metros!
El
jefe argentino se delató de inmediato, y respondió:
—Nos
perdimos, jefe.
—¡Y
quién te va a creer a vos, conchetumadre!, y enseguida
el chileno agregó:
—¡Quién
está a cargo!
—Yo,
jefe, respondió el capitán trasandino.
—¡Nombre!, tronó Monardes, y recibió de vuelta:
—Sciolatti.
“Claro, otro italianucho”, pensó el sargento, y entendía que con solo
una ráfaga lo despedazaría, ya que había ordenado poner balas incendiarias en
su fusil. Pero agregó:
—Recoge
las armas, Pérez, y cachéalos.
El
soldado de inmediato los revisó, les quitó las pistolas y amontonó sus mochilas
y pertrechos, mientras los tres “paisas” vigilaban. Luego Monardes los separó y
los orientó unos 50 metros
hacia el este. Y en un momento de gloria se le ocurrió revisar los bolsillos de
la parka del capitán. Al hacerlo en uno de ellos sintió unos papeles, hizo una
especie de bola con ellos debido a lo áspero del guante, y se los metió bajo la
manta. Luego se separó de ellos, llamó a sus hombres, y rugió:
—¡Apunten!
Los
argentinos gemían y Monardes escuchó un
—¡No,
señor, por favor!
Luego el chileno les gritó:
—¡Corran,
y no los quiero ver más por aquí, reculiados!
Mientras los argentinos corrían hacia la frontera como liebres creyendo
que los chilenos les dispararían por atrás, Pérez gritó:
—Si
corrieran siempre así, estos conchesumadres ganarían hasta en los juegos
olímpicos.
Y
las carcajadas nerviosas se perdieron en lo profundo de la noche.
Regresaron con el botín a su punto base, revisaron las mochilas de los
argentinos y Monardes se acordó de los papeles. Ahora con cuidado los estiró y
no podía creer lo que veía. Eran mapas que la avanzada argentina había
levantado para indicar los senderos que agilizarían la invasión, y el sargento
de inmediato radió en clave a los jefes del área.
El
estado mayor en Punta Arenas y la inteligencia no lo podían creer. Había sido
una audaz movida del destino: era una comprobación cierta de lo cerca que
estaba la guerra, y de la increíble acción que había efectuado la patrulla de
Monardes.
Tomó el lápiz y continuó escribiendo. Entendía
que un golpe extraordinario de suerte le había permitido asirse de esos planos,
y que en algo había contribuido a que no estallase la guerra. Su viejita le
traía otra taza con la infusión, y él respiró profundo mientras unas lágrimas,
que secó rápidamente, bajaron por sus mejillas. Y de paso, miró de reojo la
Medalla al Valor que había recibido por esa misión.
REVISTA N° 23
CÍRCULO LITERARIO DE MAIPÚ
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